Llevaba nombre de primavera. Una primavera que nunca se convertiría en verano, pues su corta vida estaba destinada ya a la desgracia inimaginable del abuso sexual. Abuso del peor, del que viene de su propia sangre.

Han pasado varios días desde la muerte de la pequeña April, pero no logro sacar de mi cabeza el pensamiento de la atrocidad que un hombre fue capaz de cometer contra su hija de dos añitos de edad. Y lo que es peor, que su madre consintiera o no lo evitara; que no protegiera a la hija de sus entrañas del horror que ella no tenía capacidad para entender.

La indignación se apoderó del país a medida que se dio a conocer los detalles del estado en que se encontraba el cuerpecito de la pequeña. Luego, la posterior confesión de la monstruosidad cometida por el padre. De tal magnitud son los hechos, que ni los investigadores pudieron verbalizar y hablar en voz alta ante los medios de comunicación y ante el país, los horrores del caso.

En algunas ocasiones los periodistas sugerimos a nuestra audiencia discreción en relación al contenido o las imágenes de algunas noticias. A veces es preciso evitar la divulgación de algunos detalles que pueden resultar demasiado grotescos. A fin de cuentas, el agresor ya está arrestado y hasta confesó. Pero en este caso, es necesario que el país conozca todo lo ocurrido en el seno de ese hogar, donde vivían dos criaturas inocentes.

Es necesario que las personas sepan que abusos y maltrato como el de este caso, ocurre. Y que todas y todos tenemos que abrir los ojos para estar más atentos a lo que nos rodea.

Vivimos anestesiados con las redes sociales, las tonterías virales del momento y pendientes del próximo escándalo. Tenemos que mirar a nuestro alrededor. No se trata de inmiscuirse en la vida privada de los demás, sino de observar las señales.

April era demasiado pequeña, así que no estaba en la escuela, no estuvo expuesta a una maestra que observara, o a un trabajador social. April nunca fue llevada a un pediatra, que habría podido detectar el abuso. Al parecer, no hubo abuelitos, tíos ni familiares en contacto que pudieran observar la anomalía en un hogar, donde la nevera estaba vacía y la camita ensangrentada.

Esta bebecita estaba aislada y sirviendo de esclava sexual a su padre y nadie se percató, o peor, nadie lo denunció. Su defensa tenía que ser su madre. La historia de esa mujer todavía está por conocerse. Por ahora nos basta saber que será castigada por ser cómplice del asesino y violador de su hijita. No tiene perdón incumplir con el deber más sagrado que tenemos todas las madres, que es cuidar, proteger y amar a nuestros hijos.

El expresidente del Colegio de Trabajadores Sociales, Larry Emil Alicea, dijo esta semana que estudios han revelado que por cada caso conocido de abuso sexual contra menores hay entre 10 y 12 que nunca son denunciados. Además, que son padres padrastros los principales depredadores sexuales de niños, que son presa de estas figuras de poder y autoridad en su entorno familiar, seguidos de otros familiares cercanos.

Este sujeto que mató a su bebé ya confesó los hechos, pero hizo una fría expresión ante las cámaras de televisión -”La salud mental en este país está bien mal”, dijo. ¿Será que ahora se le ocurrirá alegar insanidad mental? Este hombre fue entrevistado por los investigadores y estos lo encontraron muy bien ubicado en tiempo y espacio. Más aun, han dicho que comprende muy bien lo que hizo y que se encuentra en sus cabales.

Hay por ahí muchas, muchísimas personas con enfermedades mentales desatendidas. Este hombre no es uno de ellos, este es –simplemente- perverso y para seres como él no puede haber más espacio que el más severo de los castigos.