El pasado viernes, visité el circo de los Hermanos Suárez junto a mi esposo y mis hijos. La verdad que llevaba tiempo viendo esa carpa en el estacionamiento frente al coliseo Pedrín Zorrilla en Hato Rey, y siempre decía que quería darme la vuelta.

Soy fanática de todo tipo de arte. Ver a la gente sometiendo sus talentos al máximo, haciendo un esfuerzo por complacer al público, es algo que valoro muchísimo. La cara de mis hijos valía un millón al ver de cerca la gigantesca carpa. 

Desde que entraron hasta que nos “botaron”, literalmente, porque los nenes no querían irse, todos allí la  pasaron de lo lindo. Ya tenemos planes de volver. Hacía tiempo que no iba a un circo y admito que me lo disfruté tanto como mis hijos, siendo inevitable no transportarme a mis tiempos de  infancia.

Las piruetas hechas por gimnastas de primer orden, los bailes y las presentaciones fueron muy divertidas y sanas. El favorito de ellos y mío fue un súper payaso, quien además, es músico y malabarista. Comiquísimo.

Sin dudas, aquella presentación superó por mucho a las que recuerdo haber presenciado en mi pueblo de Cidra, cuando el circo rodante colocaba su carpa en el estacionamiento del complejo deportivo. La carpa era mucho más pequeña, pero funcionaba bien a menos que lloviera, pues aunque el área donde hacían el  espectáculo no se mojaba, en los bleachers sin espaldar quedábamos todos enchumbao’s; así que era conveniente llevarse siempre una sombrilla.

Recuerdo al malabarista, trapecista, comefuego, tragaespada y hombre bala, todas en una que se llamaba Marcus Marvin.

Distinto a los rusos del circo al que fui el viernes, que exhibían cuerpos monumentales, Marcus Marvin estaba machucaíto. La licra de su poco llamativo uniforme no entallaba como debía, pues a pesar de estar “jalao”, también era panzón.

Pero aun así cautivaba a la audiencia. La “cuerda floja” no era colocada a una altura de peligro, de forma que una caída lo más que podía provocar era una doblada de tobillo.

Siempre en algún momento el “Maravilloso Marvin” sufría algún percance que le quitaba el aliento a la audiencia para luego recuperarse y terminar como todo un campeón.

Año tras año era siempre la misma rutina, pero yo la disfrutaba siempre, como  si fuera la primera vez. Igual pasaba con los chistes de los payasos, la típica “pescozá” que un payaso le tiraba a otro, este se bajaba y la daba a un tercero.

La magia de los pañuelos de colores, la paloma, la bicicleta pequeñita y otros trucos, siempre los mismos, siempre divertidos.

En el de Cidra, no había animales, pero recuerdo de otros circos parecidos al de Cidra, donde usaban para el espectáculo animales, supuestamente feroces, para que algún bravo parecido a “Marcus Marvin” los domesticara.

Es algo que quiero significar del espectáculo que vi el pasado viernes.

Me alegró mucho que los únicos animales que participaron era unos perritos domesticado que mencionaron habían rescatado de un albergue. Se veían muy bien cuidados y no eran sometidos a alguna actividad que los lastimaran. Me alegra que ya no sometan a los animales a los castigos que los circos acostumbraban. Cargando por todos los sitios con esos enormes animales enjaulados,  evidentemente mal alimentados, para luego castigarlos y obligarlos a que hicieran cosas para divertir al público.

Por fortuna, mis hijos no necesitaron esas tristes presentaciones para pasarla bien. Bueno, otra sana actividad que recomiendo para toda la familia.