Toa Baja-. El voluntariado para hacer frente a la crisis salubrista que amenaza con desatar enfermedades en los sectores anegados por las inundaciones en este municipio de la costa norte del País, comenzó a dejarse sentir hoy.

Con su maletín en mano, el doctor Eduardo Ibarra y dos jóvenes enfermeros, también voluntarios, recorrieron varios de los sectores humildes, entre ellos el barrio Ingenio, donde la marejada ciclónica, las fuertes lluvias y el desborde de ríos, provocaron desalojos y al menos dos muertes confirmadas.

En Toaville, una comunidad del barrio Ingenio, la pestilencia de un caballo muerto en el balcón de una residencia y el lodo mezclado con escombros y desperdicios en las calles y patios de las casas, llevó al médico a dar la voz de alerta. El galeno dijo que le informaron que el sábado enterraron otros 10 caballos en Ingenio.

En otra de las calles de Toaville, un grupo de vecinos que limpiaba el lodazal del frente de varias residencias alertó que había una vaca muerta.

“Aquí lo que sigue es una situación muy difícil de salud pública. Hay que lavarse las manos lo más posible con agua y jabón y utilizar repelentes para que los mosquitos no vayan a propagar alguna epidemia. Esas son las medidas de higiene fundamentales”, aseguró el médico, quien también visitó las comunidades pobres de Villas del Sol y San José de Toa Baja.

Ibarra aconsejó también a los padres a que no permitan que los niños jueguen en el fango y las aguas pestilentes y que eviten que los menores, mascotas y miembros de la familia entren a las casas con zapatos enfangados.

Frente a la carretera 867, que discurre por el barrio Ingenio, las aguas malolientes y un pantanal cubren un tramo grande.

“Ha sido un evento catastrófico”, dijo el galeno y también advirtió que nadie debe consumir alimentos si no está absolutamente seguro de que no han pasado por un estado descomposición.

Ibarra, también acompañado de su esposa Jeanny, indicó que desde el miércoles pasado acudieron al llamado de ayuda que hizo en la radio el alcalde toabajeño Bernardo “Betito” Márquez.  

En la brigada, el médico expidió recetas a muchos de los residentes porque en medio de los desalojos éstos perdieron sus medicamentos. Lo asistían los enfermeros Emanuel Leguillow y Miguel Cotto. “Yo también lo perdí todo en mi casa en el barrio Campanillas, pero quise venir ayudar”, sostuvo Cotto.

También brigadas de ciudadanos voluntarios repartían leche y chocolatina donada por la Suiza Dairy y el Cuerpo de Bomberos llevaba oasis de agua a las comunidades asoladas por el temporal.

El alcalde dijo que los empleados municipales se están reportando poco a poco porque muchos fueron afectados. Vamos a contratar empresas privadas que nos ayuden. Lo más urgente es llevar agua a las comunidades”, sostuvo Márquez.

Añadió que el Municipio ha recibido el apoyo de más de 50 voluntarios, pero indicó que “hacen falta más manos”.

Se manifiesta el ingenio de la gente

Y mientras las brigadas municipales no dan abasto para llegar a todos los sectores devastados, algunos ciudadanos recurren al ingenio y la creatividad.

La familia Semprit improvisó en el patio de la propiedad una lavandería, con una tabla de lavar.  En sus casas las aguas subieron unos cinco pies y los toabajeños perdieron todas sus pertinencias.

Robert Ortiz, esposo de Suheil Semprit, aprovechó un envase gigante que voló con los vientos para utilizarlo como pileta y estregaba la ropa en la tabla de madera.

“No hay más na’. El huracán se lo llevó todito”, sostuvo el hombre, mientras su esposa colgaba en gancho la ropa que el hombre debajo de un árbol que el ciclón dejó recostado sobre la verja.

“Cuando llegó el golpe de agua era como un tsunami”, narró Sheila Semprit, otra integrante de la familia  y dijo que cuando el agua empezó a subir se refugiaron en el segundo piso, donde vive su padre.  

“Éramos 23 personas y cuatro perros”, describió don Israel Semprit. “Aquí el Alcalde no ha venido”, reclamó el Semprit, quien dijo que trabajó 30 años en el Municipio.

Próximo a la residencia en el sector El 26, una brigada de siete voluntarios, dirigida por un reverendo pentecostal, cortaba con un serrucho las ramas de un enorme árbol que entorpecía el tráfico vehicular. Los hombres empujaban los troncos con una guagua, tirados por una cadena.