El 15 de febrero de 1978, cuando el reloj marcó las 6:15 de la mañana, el tiempo se paralizó en Aguas Buenas. Ya nada volvería a ser igual.

Los rayos de sol apenas comenzaban a asomarse, y la niebla, a disiparse. Muchos iban al trabajo, mientras que los más pequeños se encaminaban a la escuela.

Todo transcurría con normalidad pero, en un abrir y cerrar de ojos, una guagua escolar en la que viajaban 65 personas se quedó sin frenos y cayó por un precipicio muy profundo.

Once niños perdieron la vida. Fue una tragedia que abrió una herida profunda en el pueblo y, al sol de hoy, muchos la recuerdan.

“A mi hermano y a mí se nos pasó la guagua y corrimos para cogerla más abajo, cerca del colmado Juan Asencio. Nosotros estudiábamos en la escuela Segunda Unidad Bayamoncito. Íbamos por la PR-790, la guagua se quedó sin frenos y se fue por el precipicio”, recordó José Orlando Rivera, de 47 años. Tenía 13 años, y su hermano Carlos Enrique, 12. Este último no sobrevivió.

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José Orlando quedó marcado por el incidente. Tiene un ojo más pequeño que el otro y otros problemas de la vista relacionados con el accidente del que, afortunadamente, salió con vida. Entre sus recuerdos de aquella terrible mañana, figura la imagen de dos hombres que lo cargaron jalda arriba para llevarlo al hospital, donde permaneció un tiempo sin conocimiento.

El ahora carnicero de profesión acudió ayer, como muchos otros, a la escuela Ramón Luis Rivera, hijo, en Aguas Buenas, donde se celebra hace ocho años un acto de conmemoración por los que perecieron en el accidente.

“Cada vez que vengo a este lugar, es inevitable recordar el accidente, y a mi hermano”, dijo el hombre, cargando una foto de Carlos Enrique cuando hizo su primera comunión.

Otra de las personas que fueron a la ceremonia fue María Luisa Cotto, de 77 años. Vestida con una blusa blanca y negra, aún muestra que lleva un luto muy profundo. La mujer perdió a sus hijos María Luisa, de 14 años, Pedro, de 16, y José, de 18.

“Yo trabajaba en Bayamoncito como cocinera para el Gobierno, y recuerdo que me fui a pie y vi cómo la guagua estaba al fondo del risco. A la nena la sacaron viva, pero los nenes ya estaban muertos. Ella murió un poco más tarde por hemorragias... A mí me quedan cinco hijos. Yo saqué todo lo que tenía, de los que murieron, de la casa; no lo podía ver. También dejé de guiar”, narró Cotto.

Ayer, luego de varios mensajes religiosos, el alcalde Luis Arroyo condujo a los familiares de los fallecidos a un monumento ubicado en el lugar del accidente. Allí, Arroyo colocó una ofrenda floral.

Ángel Vázquez observó por un rato el precipicio y el lugar por donde pasa un río, en donde aún quedan pedazos de la guagua.

“Para mí, el día de hoy es sagrado porque recuerdo a mi hermana menor, Gladys Esther Vázquez. Ese día yo la llevé a coger la guagua y, pocos minutos después, murió. Yo siempre fui muy protector de ella. Gladys tenía 17 años y quería convertirse en cosmetóloga profesional”, recordó Vázquez.

El hombre comentó que el accidente fue una tragedia que unió al pueblo porque cientos de personas llegaron al lugar para rescatar a los menores.

Según sus recuerdos, se dice que la guagua bajaba la cuesta de forma tan acelerada que salió volando, cortó los topes de varios árboles, se cayó por el barranco y se partió en tres pedazos.

Las partes de la guagua ya no son visibles por la abundante vegetación. Pero el recuerdo sigue muy presente, representado en el monumento, en el que se lee la siguiente oración: “Once niños muy alegres al cielo fueron un día, a visitar a la Virgen y al Padre que nos da vida”.