Pocas cosas disfruto más que visitar a papi en su casa para alguna fiestecita familiar. Este no era cualquier evento, cumplía 60 años. 

No importa si son grandes o chiquitas,  las fiestas de él siempre son iguales, lo único que cambia es la cantidad de invitados. El lechón y el arroz lo pone papi... el resto le toca al serrucho. 

Allí hubo de todo: pasteles, albóndigas, jamón picao... y nunca puede faltar la “lágrima de monte”, como le llama al que cura con coco. Todo esto sobre las mesas, compartiendo espacio con las botellas de padrinos de refresco llenas de agua para espantar las moscas. 

Cada mesa con un mantel diferente, ninguna estable, sino que todas cojas, incluida la de dómino. Más de una vez me tocó doblar un pedazo de cartón para ponerlo en alguna de la patas. 

El hielo se acabó a mitad, como siempre. El combo musical es el mismo y el repertorio igual. Aunque me llama la atención que siempre llegan con un nombre diferente. Papi me explicó que dependiendo de quién cante es el nombre del grupo. Eso sí, se les paga con lo que hay en la barra, por lo que nunca llegan con voz al último set. 

Por más que le digo a papi que recuerde que tengo 36 años insiste en que me acuerde de sus amigos que me vieron en pañales, y sus historias. “Ale, ¿te acuerdas de Toño?” ¿Qué le voy a decir? “¡Claro!”

Tengo tanto que agradecerle a papi. Se fajó en un taller de mecánica, los siete días de la semana, para sacarnos adelante.

Durante la fiesta recordamos cómo me enseñó a “mecanear” un poco y bien que lo necesité, porque los carritos que nos conseguía para la universidad estaban acostumbrados a no terminar la semana.  Si viajar en grúa acumulara millas de vuelo hubiera podido darle la vuelta al mundo dos veces. 

Me enseñó a valorar las cosas y la dignidad del trabajo. Nunca olvido lo mucho que resintió cuando por inmadurez mostré poco agrado al primer carro que me regaló. Era un Ford Escort twin turbo. A la semana lo estrellé contra un talud y se le cayó el bonete. Así se quedó durante todo el semestre, lo que provocó que ganara fama en la UPR de Cayey al todo el mundo gritarme cuando pasaba por el negocio El Mirador que se me veían los pies por debajo. 

Todos los días le pedía que me lo arreglara y no fue sino hasta que comencé el segundo semestre que lo hizo, haciéndome entender la importancia de ganarme las cosas.

Al terminar la fiesta, mientras recogíamos, hablábamos de lo buena que quedó y le pusimos fecha a la próxima. Repetiremos todo nuevamente, incluso el combo musical, aunque de seguro ya tendrán un nuevo nombre. 

Lo único que le pido a Dios es que permita que haya una próxima, como él se lo merece.