El susto comenzó un 18 de septiembre de 1998. Mi madre trabajaba en Plaza las Américas, salía a las 5:00 p.m. y llegaba hasta Bayamón en la AMA porque no guiaba. Ese día, unas inundaciones en el área metropolitana provocaron que las guaguas no dieran servicio en el área de la Roosevelt, ya que estaba bajo agua. Mami llegó a casa pasadas las 10:00 p.m.

A esa hora, el noticiario informaba sobre un huracán en el Atlántico con ruta hacia el Caribe y que tenía la posibilidad de estar cerca de Puerto Rico en unos días. Al otro día, el panorama era el mismo, aunque aumentaba el riesgo, ya que el fuerte huracán Georges (que llegó ser categoría 4) se estaba acercando al arco de las Antillas.

Ese sábado 19 fui con mi mamá a un mall en Bayamón y en algunos televisores daban el informe del tiempo con más frecuencia de lo habitual. El fenómeno se veía grande, pero como parte de la cultura del boricua se escuchaba a la gente decir: "eso no viene ná, eso se va como siempre".

El domingo fui para la iglesia con mi tía en Naranjito, pueblo donde residía. En medio del servicio religioso, el pastor oró para que las consecuencias de ese huracán que se acercaba no fueran mayores para Puerto Rico, pero en la historia de la isla estaba escrita otra cosa.

Entre el 21 y 22 de septiembre el huracán Georges cruzó la Isla de Puerto Rico de este a oeste dejando a su paso destrucción y desolación.

Ese mismo día emitieron un aviso de huracán para Puerto Rico. Esa cosa grande y pelúa, como diría Susan, estaba empeñada en visitar Puerto Rico.

Por mi mente, de 11 años en aquel entonces, solo pasaba una cosa; vivo en una casa de madera junto a mis padres y mis cuatro hermanos. La casa que era de abuela Carmelita.

El lunes en la mañana, llegó mi familia a casa de mi tía Luz, donde yo me había quedado el fin de semana, en el casco urbano de Naranjito. Literalmente, llevaban una mudanza. No pude contar las bolsas negras que inundaron la casa de tití, pero eran muchas. Mi padre dijo que había amarrado la casa con el “cable gordo” de la líneas de conexión de teléfono. Sí, de esas que van de poste a poste junto a los de la luz. Los vecinos le ayudaron, pero decían que eso era flojito por si el huracán azotaba de verdad.

Pocas horas antes de la llegada prevista del huracán a la Isla, el señor del colmado de la esquina comenzó a regalar los mantecados y otros productos de nevera. En ese momento, ya la amenaza se sentía real. Con el sol aun presente, ya no había luz eléctrica.

Pues qué remedio, no había tv para ver, pero sí había cosas para hacer. Reunirse en familia, jugar, hacer chistes, comer y comer porque había que acabar las cosas de la nevera para que no se dañaran. Un momento familiar muy feliz, de esos que hoy día pocos se dan.

Pero en unas horas comenzó a oscurecer y el escenario fue distinto. Poco después de las 7:00 p.m. un sonido extraño se comenzó a escuchar. No, no se fue, el huracán Georges entró y ya estaba azotando Naranjito. Era el primer huracán potente del que estaba consciente porque cuando pasó Hugo tenía dos años (pueden calcular mi edad) y Hortense, en 1996, no fue tan poderoso para Naranjito. El ruido era horrible, la potencia del viento arrastraba los techos de zinc por la cartera y se escuchaban los azotes de árboles y madera de las casas que estaba destruyendo.

Las ventanas "Miami" de la sala de la casa de mi tía se sacudían como si se fueran a arrancar. Todos muy asustados tuvimos que irnos al pasillo, que era un lugar más seguro. Así fue el panorama por horas.

Al amanecer, cuando ya todo estaba en calma, abrimos las ventanas. El cielo estaba gris y la lluvia no le permitía al sol asomarse. Las calles estaban llenas de árboles, pedazos de techos de zinc, madera y muchas cosas más; un verdadero desastre.

Todas las casas de madera que rodeaban la de mi tía quedaron en ruinas, lo que aumentó el susto de mi familia porque la probabilidad de que nuestra casa ya no existiera era real.

Mi hermana, que ya era una adolescente, salió al teléfono público de la esquina (milagrosamente funcionaba) para llamar a casa de otra tía que vivía al lado de nosotros para preguntarle sobre el estado de nuestra casita.

Cuando regresó, nos dio unas excelentes noticias, de esas que no se dan todos los días. ¡Georges no se había llevado nuestra casita! La alegría nos invadió, y mi familia que es creyente, comenzó a dar gracias a Dios.

Al día siguiente nos regresamos a nuestro hogar. Parecía otro país, no era el barrio Nuevo en el que me crié. Las casas de madera cerca de la de nosotros quedaron destrozadas, solo se podía ver el baño que era de cemento.

La furia del huracán arrancó la mayoría de los árboles y ahora podía ver estructuras que quedaban a lo lejos de mi hogar que antes no podía ver; nada era igual.

Pasaron los días, no había luz, no había agua.

Ahí supe lo que vivieron nuestros abuelos cuando tenían que lavar ropa en los ríos. También tuve que ir a buscar agua en la quebrada para bajar los baños y hasta me bañé por primera vez en ese cuerpo de agua.

El regreso a la escuela fue bien triste al ver cómo muchos de los nenes no tenían sus uniformes porque no había agua. Otros sufrían porque Georges se llevó sus casitas y ahora vivían incómodos con sus abuelos o tíos.

Las filas para conseguir hielo en el caso urbano eran kilométricas y hasta peleas se formaban. Por semanas vi varios norteamericanos subir y bajar por mi casa y hablar con la gente; eran los de FEMA.

Llegar a la normalidad fue duro. Vi mucha gente padecer. Pasar tres semanas sin agua y sin luz no era lo peor, aunque así lo pareciera. Duro era ver a gente sin hogar viviendo semanas en refugios y meses en casas de otras personas.

A veces escucho a jovencitos decir “ojalá y venga un huracán” por esto de que quieren coger vacaciones de la escuela. Ciertamente, no saben lo que es vivir el azote de aquel “que no venía ná” y que arrancó de raíz todo lo que pudo a su paso.