Ayer se cumplieron 10 años del inicio de la guerra de Irak. El conflicto bélico terminó, pero para Carlos Labarca la vida sigue siendo una batalla.

Una batalla continua para restaurar su cuerpo herido, para aprender a ser papá, para reaprender a ser esposo.

El soldado sale de la guerra a la que fue a combatir contra un enemigo, pero regresa a casa donde tiene que lidiar con una segunda guerra –sobre todo si resultó herido, si quedan secuelas psicológicas de la experiencia–, aunque afortunadamente ahora Labarca emerge victorioso.

El soldado boricua estuvo año y medio en una silla de ruedas luego que un mortero lo alcanzara a él y a otros seis de su grupo. Hoy este puede caminar, aunque todavía busca auxilio en la silla.

“¡Carlitos, Carlitos, Carlitos!”, recuerda Labarca que le gritaba su capitán, quien estaba seriamente herido, con parte de sus vísceras fuera del cuerpo.

Herido también, Labarca no sabe cómo sacó fuerzas y dio con las llaves de un Humvee, en el que transportó al oficial militar. Él condujo.

En Irak, también le tocó ser parte del grupo de policías militares que sustituyeron a otros soldados acusados de haber cometido torturas y abusos contra los prisioneros de la tristemente recordada prisión de Abu Ghraib.

¿Fue a deshacer en parte lo malo que habían hecho otros?

Labarca contesta en la afirmativa y dice que ser puertorriqueño de cierta manera lo ayudó en esa tarea “porque a los puertorriqueños nos crían de forma tal que somos buenos”.

“La mente del ser humano está hecha para autoprotegerse”, dice, por otra parte, respecto a un conflicto que para el bando americano y sus aliados se caracterizó por ser carente de un “enemigo” claramente identificable. En otras guerras solo bastaba con mirar el color y diseño del uniforme del otro.

Labarca fue víctima, además, del llamado traumatic brain injury (TBI) o trauma cerebral severo, condición médica con la que llegó el 40% de los soldados de Estados Unidos, según Sonia Santiago, de Madres Contra la Guerra.

En el Hospital de Veteranos de Puerto Rico no supieron atenderle esa dolencia y tuvo que irse a Estados Unidos para que le dieran tratamiento.

¿Qué usted le recomendaría a un joven que, como usted hizo, a los 18 años quiera ingresar al Ejército?

“La pregunta también me la han hecho de otra manera, ¿dejaría que mis hijos vayan al Ejército? Mi consejo a los muchachos es que se informen bien. Ahora tienen muchos medios para tomar decisiones, tienen la Internet y consejería en las escuelas. Decisiones como esa las van tener que cargar toda la vida, como me sucedió a mí”, dijo el bayamonés de 42 años, quien entiende que a los 18 “no se miden consecuencias, nada para uno”.

“Estoy aprendiendo a ser papá; estoy cambiando el switch de soldado a civil… Han pasado 10 años, pero ese proceso es un poquito lento. ¿Olvidar todo? Siempre se trata, nunca se puede”, indicó.

“Al sol de hoy, no me puedo sentar de espaldas a una puerta. Cuando entro a un sitio, necesito mirar todo primero… Mi familia, mi esposa, mis hijos (tiene tres niños), me ayudan en eso”, cuenta Labarca.

José Enrique Santos, otro reservista puertorriqueño, salió totalmente ileso de la guerra. Vio pobreza en Irak, a una población civil que convivía con tiros y morteros y también cómo algunos de sus compañeros se traumatizaban, principalmente por la familia que habían dejado atrás.

Santos fue de los primeros boricuas en llegar a Irak. Miembro de una unidad de suministro de derivados de petróleo, lo destacaron en Kuwait cuando aún no había comenzado el conflicto bélico.

Este se enteraría del inicio de la guerra por la cadena de noticias CNN estando en Kuwait.

El sargento Santos fue de los primeros que cruzaron la frontera en los albores de la guerra.

Una de las experiencias más difíciles de todas las que vivió en Irak se dio un día cuando en una concurrida zona de civiles se escucharon disparos y a los pocos segundos una mujer con un bebé en brazos se le acercó y comenzó a insistirle que la dejara pasar al otro lado.

“Yo no sé si tiene una bomba de tiempo, yo no sé si lo que parece un bebé es un bebé hasta que este llora. Tampoco quería que pensara que yo era agresivo ni que los otros compañeros se pusieran nerviosos”, recuerda.

La mujer finalmente se retiró sin que ocurriera ningún incidente.

Santos estuvo un año en Irak y volvió en el 2009 porque quiso. Actualmente, sigue en la reserva, pese a que ya concluyó los estudios en derecho que había iniciado antes de irse para el Oriente Medio.

“Ahora uno es más tolerante”, dice el soldado 10 años después de la experiencia en Irak.

Estar en la fila de un banco y que la gente se pelee por esperar, dice que le molesta porque sabe que eso es nada frente al sufrimiento que vivió tanta gente en la guerra, que oficialmente terminó en el 2011.

Carmen Hernández recibe el décimo aniversario de la guerra de Irak con un profundo dolor. En esa guerra murió su hijo Francisco G. Martínez Hernández el 20 de marzo de 2005.

Tenía 20 años y apenas llevaba siete meses en el teatro de guerra. Murió de un disparo de un francotirador.

Francisco vivía con su mamá, pero se había ido a los Estados Unidos a terminar su escuela superior. Culminada la high, a las dos semanas, se enlista con solo 18 años.

“Pienso que esa guerra fue innecesaria. Se llevaron a muchachos demasiado jóvenes e inexpertos, aunque ellos (el Ejército) tienen personas altamente cualificadas que llevan años entrenando”, sostuvo Hernández, quien –por otra parte– reconoce que el trabajo del soldado es como el de los policías y los bomberos, muy arriesgado.

“Un muchachito que lleva dos años en el Army no tiene la misma experiencia que un hombre que lleva allí 15 años”, medita Carmen, quien critica que a los jóvenes no les presenten la realidad de la guerra, sino los beneficios de enlistarse.

“Hay que darle otras opciones a nuestra juventud”, dijo.