Muchos habrán visto la tradicional figura del Tío Sam con la frase “I Want You”. Esta fue utilizada como parte de la propaganda para reclutar personas a las Fuerzas Armadas tras el ataque sorpresa de Japón a la entonces base naval de Pearl Harbor, en una de las islas de Hawaii en 1941. Estados Unidos entró así a la Segunda Guerra Mundial. Se usó el amor patrio y otras cosas, para que se viera con buenos ojos engrosar las filas del ejército. Desde entonces, tal vez mucho antes, el gobierno de los Estados Unidos ha alardeado de la fuerza apabullante de su armada. 

En un tiempo, el servicio militar fue obligatorio. Todos conocemos las famosas protestas que se hicieron para combatir dicha práctica. Antes al igual que ahora, la milicia fue la alternativa económica para muchos jóvenes de escasos recursos, de comunidades marginadas y de las llamadas minorías negras e hispanas. Una forma de ganar buen dinero, al tiempo que gozaban de cierto prestigio pues la sociedad americana da pompa hipócrita a esos llamados héroes. 

La describo como hipócrita por qué detrás de los homenajes, honores y distinciones, la clase veterana vive un via crusis de falta de servicios o racionamiento de los mismos. Además, los usan como muñecos en festivales y eventos públicos para luego relegarlos a un rincón, una vez concluida la festividad a la cual los convocaron. 

Muchos familiares pueden dar fe de cuán dañados llegan sus seres queridos tras concluir misiones internacionales. Afganistán, Irak u otros lugares de reciente intervención presentan ambientes hostiles e inhóspitos, donde su mente se fragmenta. La guerra de Vietnam, por ejemplo, soltó mucho militar con daño profundo. Fueron el bagazo de una campaña bélica insensible e innecesaria. 

De ahí en adelante, ha sido una avalancha humana llena de problemas. Los datos más recientes establecen que cerca de 22 militares o ex militares se suicidan o lo intentan diariamente. Haga la multiplicación para que vea a fin de año de cuántos casos hablamos. Otro dato apunta a que uno de cada tres militares que regresan de escenarios bélicos tienen algún trastorno de salud mental.

 Son personas que entran a las fuerzas armadas cuando apenas llegan a los 18 años. Son niños sin la formación necesaria, quienes una vez regresan de esa experiencia traumática tienen un pobre control de impulsos así como deficiencias para atender los retos del diario vivir. Los servicios médicos se diluyen. Son demasiado pocos para cubrir la necesidad que muestran estos veteranos. 

Es la misma historia aquí en la Isla, donde habitan unos 100 mil exintegrantes del ejército de los Estados Unidos. Se estima que de esos 100 mil, unos 64 mil están matriculados en las distintas clínicas de servicios de la isla y de esos, unos 20 mil necesitan servicios mentales.

 Es una vergüenza que la nación que se jacta de ser la más poderosa sobre la faz de la tierra, destine más recursos económicos para construir misiles, tanques, aviones y otros juguetitos y no lo haga para atender la “mercancía” que reclutó. El producto desechado no es tan importante, pues al fin al cabo expiró como una lata de salchichas. 

La pintura y capota se cae ante la realidad de casos como el de Esteban Santiago, que pedía a gritos ayuda al sistema que lo tongoneó y le enseñó a usar un arma. Al igual que otros, usó sus “conocimientos” para agredir inocentes mientras su conciencia divagaba por el espacios de los disparates. 

Eso el Tío Sam del “I Want You” no lo ve. Prefiere esconder en otros prejuicios la cara fea de la incompetencia de su reluciente fuerza armada. 

¡Qué verguenza!