Peñuelas. “Este sí que es fuerte…”, fueron las palabras que alcancé a pronunciar la madrugada del 7 de enero de 2020, cuando el terremoto nos sacó de la cama con agresividad, primero con un rugido y en instantes, la abrupta sacudida jamaqueó nuestra casa de concreto en el barrio Jaguas.

La tierra parecía hablar… Nos estaba dando señales desde aquel 28 de diciembre, cuando comenzó la actividad sísmica en nuestra región. Una noche de Navidad compartía con entrañables amigos en el casco de Peñuelas cuando uno de los temblores, que aumentaban en intensidad, nos obligó a permanecer un rato a las afueras de un bar de tapas cercano a la plaza pública.

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No bien amanecía aquel 6 de enero y sin que todavía muchas niñas y niños recibieran los regalos de los Tres Santos Reyes, una fuerte sacudida marcó 5.8 grados. Enseguida llegaban malas noticias de Guánica y Guayanilla, donde las primeras casas se derrumbaban, afortunadamente sin mayores incidentes. Ese día no trabajaba, pero por tratarse de una zona que conozco bien pedí que me activaran.

No hubo tiempo para fiestas. La tradicional celebración del Día de Reyes asomaba con tristeza en las barriadas pobres La Esperanza en Guánica y La Playa en Guayanilla, donde sus moradores asombrados y llorosos contaban cómo milagrosamente lograron salir de las viviendas. En muchas de aquellas casas quedaban atrapados entre los escombros los regalos de Gaspar, Melchor y Baltasar.

Líderes del gobierno se personaron ese mismo día al lugar de la tragedia, algunos con intereses genuinos, otros no. Durante todo el día la tierra siguió temblando y aumentaba la ansiedad. Cayendo la tarde, regresé a mi casa en Peñuelas. Lloviznaba y me senté frente a la laptop a redactar la última historia del día. Mientras escribía, tembló fuerte y se retrató en mi mente la estampa que había dejado atrás en el malecón de Guánica, donde el mar había subido casi al nivel de la carretera.

La noche era fría, los perros aullaban y en la oscura madrugada el estruendoso sonido llegó como ladrón en la noche.

El reloj marcaba las 4:24 de la madrugada del 7 de enero, cuando la tierra se revolcaba en el fuerte terremoto que muchos temíamos que ocurriera en Puerto Rico. Esa noche, un presentimiento me hizo no prender el aire acondicionado y dejar abierta la puerta del cuarto, donde dormía con mi hija Adriana Sofía.

El jamaqueón, que se originó en el mar, en la falla de la Montalva al suroeste de Guánica, nos sacó de la cama con agresividad y, sobresaltadas, entre la penumbra pusimos a prueba nuestro plan de emergencia familiar. En otro de los cuartos dormía mi hermana Santia y bastaron segundos para que las tres saliéramos al patio. Todavía las ventanas y las rejas vibraban.

En la oscuridad llamamos a nuestros hermanos que viven en dos casas contiguas en el solar. Allí nos reunimos todos. Después de abrazarnos llorosos y nerviosos comenzamos a tratar de comunicarnos con el resto de la familia una vez se reestablecían algunas señales de los celulares.

El cielo primero estaba claro y podían divisarse algunas estrellas, pero de pronto comenzó a oscurecerse con unos nubarrones que no dejaban asomar los claros del alba.

Decenas de compueblanos subían en sus carros monte arriba en busca de protección ante la advertencia de tsunami que se emitió y que luego fue desactivada.

Poco después de las 6:00 de la mañana, todavía oscuro, salí en mi vehículo en un intento por recopilar información de lo que había acontecido. En Peñuelas, muchas personas estaban fuera de las casas, otros permanecían dentro de los carros y una gran cantidad de perros parecía buscar refugio en las calles del pueblo. Ya empezaban a llegar algunas imágenes de daños en las redes sociales.

En la Bahía de Tallaboa, lugar de algunos de los epicentros, ya amanecía cuando un guardia de seguridad me contaba cómo el sismo lo agarró dentro de una caseta de vigilancia y allí mismo nos sorprendió la más fuerte de las réplicas.

A medida que avanzaba el día llegaban imágenes de casas y estructuras desplomadas, como en Guayanilla, donde sucumbió la iglesia católica; en Guánica una escuela se desmoronó, afortunadamente sin personas en su interior. El terremoto dejó algunos heridos y sólo cobró la vida de un hombre de mayor edad que quedó atrapado en su residencia en Ponce. En la Ciudad Señorial, al igual que en el casco de Yauco, muchas estructuras coloniales cedieron a los remezones.

El 7 de enero de 2020 fue largo. No había electricidad y las réplicas no daban tregua. Nos obligaban a mantenernos unidos y en alerta, fuera de nuestras viviendas, aguardando el amanecer y a la espera de lo que pudiera acontecer.

Establecimos nuestro campamento en la terraza de mi hermana Rosie, donde pernoctamos en catres por casi tres semanas, con nuestras mochilas listas. La secuencia sísmica nos hizo pasar muchas de aquellas interminables noches en vela. En el silencio de las madrugadas escuchábamos el rugido de las entrañas de la tierra que precede a un fuerte temblor. Allí también, presenciamos cómo los pájaros nos avisaban cuando venía una réplica y observábamos cómo algunas aves de mar buscaban refugio en los árboles más altos.

Desde nuestro refugio familiar salía todos los días a reportar los daños, junto con mis compañeros fotoperiodistas, cuyos lentes captaban cómo la gente sobrevivía en carros, bajo toldos, casetas, vehículos abandonados, y otros en butacas con el cielo como techo.

Recogimos emotivos testimonios de familias con retraso mental, de personas postradas en marquesinas, embarazadas a punto de parir durmiendo en carros o la intemperie, comadronas ayudando a las parturientas, pescadores que emergían de las temblorosas aguas y de muchas personas humildes que no sabían cómo manejar la tensa situación. Muchas veces regresaba con el corazón roto viendo cómo muchas familias pasaban necesidad y la rabia e impotencia me invadieron cuando después se develó que en un almacén de Ponce había catres y agua sin repartir.

En medio de la tensión y la inseguridad era un bálsamo la solidaridad de cientos de personas que llegaban desde San Juan y de otros pueblos distantes para tender la mano amiga, muchas veces poniendo en riesgo sus vidas. Esos días de desasosiego nos hicieron más fuertes y sensibles ante el dolor.

En Guánica, una mañana soleada una niña de siete años me llenó de alegría y esperanza al regalarme uno de dos hermosos girasoles que llevaba en una de sus manitas cuando se mudaba con su familia a uno de los campamentos. “No me olvides nunca”, me dijo con un susurro y mirándome a los ojos la pequeña Ana Sofía. Esa imagen nunca la voy a olvidar.

A nuestro regreso a San Juan, Adriana y yo continuamos con nuestras mochilas listas en la puerta. Fue doloroso desprendernos de nuestros familiares, algunos de los cuales no podían regresar a sus viviendas. A un año del terremoto es triste volver a ver las casas derrumbadas tal y como quedaron en enero de 2020. Duele encontrar gente todavía viviendo en desesperanza, bajo lonas y sin un techo seguro, mientras la tierra sigue temblando. Desde entonces se han registrado unos 13 mil temblores.

Al escribir esta crónica, las imágenes de angustia y desesperación de aquel 7 de enero se agolpan en mi mente. Las estampas del terremoto surcan mis pensamientos como una señal de que la tierra siempre buscará su espacio para acomodarse. Y nosotros debemos estar a la expectativa.