La otra cara del caso Ayotzinapa
Un grupo que investigaba el caso se fue de México, pero no sin antes revelar algunos detalles de la desaparición de 43 estudiantes.
Nota de archivo: esta historia fue publicada hace más de 1 año.
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Manejar una “realidad doble”. Eso fue lo que más desconcertó a los expertos internacionales que investigaron durante ocho años el crimen de mayor impacto en la historia reciente de México: la desaparición en 2014 de 43 estudiantes de magisterio. Nunca habían visto algo parecido en otras misiones.
“Estás como en una película, están pasado cosas y dices ‘esto no es real’” y hay que discernir, en equipo, qué es cierto y qué no para tomar decisiones rápidas pero con distancia y evitar así quedar “entrampado”, explicó el médico español Carlos Beristain. “Era un ejercicio permanente, muy cansador, muy estresante”. Además, la falsa realidad era, paradójicamente, la mejor documentada.
La presión bajó con el cambio de gobierno, pero los obstáculos continuaron. Por eso esta semana el equipo se fue del país tras reconocer que renovar su mandato no lo llevaría a ninguna parte.
Beristain y la exfiscal colombiana Ángela Buitrago formaron parte del grupo enviado a México por la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) para ayudar a esclarecer el conocido como “caso Ayotzinapa”, un “crimen de Estado” , según el actual gobierno, porque en él participaron -durante el ataque o su encubrimiento- autoridades y fuerzas de seguridad de todos los niveles coludidas con el crimen organizado.
Poco antes de entregar sus pasaportes diplomáticos, los expertos compartieron con The Associated Press la parte menos conocida de su trabajo: los absurdos en los que se vieron inmersos, la frustración por no conocer todavía qué pasó con los jóvenes pero también la satisfacción de dejar pruebas suficientes para seguir avanzando si hay voluntad política para hacerlo.
Ambos dijeron sentirse agradecidos con los padres de los estudiantes, campesinos que dieron sentido a su trabajo y que desde el primer momento sólo les pidieron dos cosas: que no les mintieran y que no se vendieran. La segunda exigencia la entendieron mucho después, reconoció Beristain, cuando fueron conscientes del poder corruptor de las instituciones.
El grupo -primero conformado también por la exfiscal general de Guatemala Claudia Paz, el penalista chileno Francisco Cox y el abogado colombiano Alejandro Valencia- estuvo en México en dos periodos: 14 meses durante la administración de Enrique Peña Nieto (2012-2018) y tres años durante la actual de Andrés Manuel López Obrador.
Sintieron que el primer gobierno los expulsó -aunque técnicamente lo que hizo fue no renovarles el mandato-, cuando empezaron a derrumbar la versión oficial de los hechos de que los 43 jóvenes habían sido quemados en un basurero y sus restos tirados a un río y sugirieron que estaba basaba en la manipulación de pruebas y torturas, como después constataron la justicia y la fiscalía.
Ahora, pese a los avances y detenciones registradas -como la de una docena de militares o la del ex Procurador General -, su trabajo quedó bloqueado por el Ejército y la Marina que siguen ocultando información, denunciaron.
Buitrago recordó los primeros meses de 2015 leyendo junto a Cox y Paz los 85 tomos del expediente -de un millar de páginas cada uno- en un sótano lúgubre y que ante cualquier incongruencia que comentaban aparecía algo nuevo que lo aclaraba.
Si se preguntaban cómo con unos pocos kilos de madera se había podido mantener viva una hoguera bajo la lluvia para calcinar a 43 personas, a la semana les avisaban de la captura de un nuevo detenido que, causalmente, confesaba haber utilizado más madera y además, llantas y combustible, explicó Buitrago. “Llegó el momento que me pidieron (sus colegas) no volver a decir lo que faltaba”, agregó la colombiana.
También les llamaba la atención la honestidad de los delincuentes mexicanos, que siembre confesaban “voluntariamente” y casi de forma exacta haber participado en el crimen aunque el motivo de la detención fuera, por ejemplo, llevar drogas y armas. O la torpeza de un supuesto criminal que aunque teóricamente había participado en la desaparición masiva no dudó en ir a hacer unos trámites a la Procuraduría, donde lo arrestaron.
“Esto no se da en una vida criminal nunca”, aseguró Buitrago.
La exfiscal y también socióloga calificó ese periodo como una especie de baile de “máscaras” donde las autoridades por un lado intentaban impresionarlos y agradarles y por el otro hacían todo lo posible, fuera legal o no, para que su versión se mantuviera en pie.
Siempre hubo funcionarios que los ayudaron pese al miedo, afirmaron. Otros, sin embargo, los recibieron presumiendo de sus lecturas sobre “técnicas de tortura”.
Cuanto más se desmontaba la versión oficial, más acosados se sentían. “Yo empecé a no dormir”, reconoció Beristain. “Era evidente que había una estrategia para envolvernos, que no era muy explícita, que tú no la podías denunciar, pero que era evidente” destinada a “hacernos pagar un costo político a nosotros y que no hubiera avances”.
Según ambos, la cohesión del equipo los salvó. El jardín del hotel donde se alojaban fue la “sala antiestrés”. Buitrago, Cox y Paz discutían conceptos jurídicos. Beristain y Valencia apostaban por la interacción constante con las familias para sentir el dolor detrás del expediente.
No faltaron las anécdotas, algunas hasta absurdas. Buitrago todavía suelta una carcajada cuando recuerda la visita a una zona peligrosa llamada La Carnicería donde pese a llevar una escolta de 150 policías fueron duramente atacados, pero por avispas. Un enjambre cayó sobre ella y quedó totalmente cubierta. Mantener la sangre fría y no moverse la salvó. Los que acabaron con graves picaduras fueron algunos agentes que salieron corriendo.
El grupo recorrió gran parte de Guerrero, el empobrecido estado plagado de pequeños cárteles donde tuvo lugar la desaparición, en busca de pruebas y fosas clandestinas. Muchas veces solos, metiéndose “en la boca del lobo”, dijo Buitrago, como cuando reconstruyeron los hechos de la fatídica noche del 26 de septiembre de 2014 en la localidad de Iguala.
Hablaron con testigos, funcionarios, criminales y estuvieron a punto de ser atacados a tiros cuando llegaron en helicóptero a una cárcel porque, según les confesó luego una autoridad del penal, nadie avisó de su llegada para entrevistar a un preso y temieron que fuera una fuga.
El actual gobierno dio un giro a la investigación, creó una Comisión de la Verdad, permitió a los expertos regresar y hubo detenciones clave, pero volvió a caer en la tentación de hacer afirmaciones sin pruebas sólidas y los militares siguieron bloqueando información pese a las órdenes de colaborar que el propio presidente, al menos en público, les había dado. Ahí fue cuando parte del grupo consideró inútil seguir. Sólo Buitrago y Beristain decidieron continuar.
Uno de los peores momentos de aquella época fue cuando consiguieron nuevas pruebas de las torturas, muchas realizadas en espacios de la Marina, y tuvo que ver horas de vídeos que Buitrago cree que los perpetradores grabaron tal vez para mostrar que cumplían órdenes. Usaban electricidad, agua, bolsas y amenazas de traer a sus mujeres y violarlas. “Duré una semana y media en que me sentía como asfixiada”.
Los padres, coincidieron ambos expertos, fueron un ejemplo de dignidad. La relación llegó a ser tan cercana que los llamaban “tíos”. En los últimos días bromeaban con quitarles los pasaportes para impedir que se marcharan.
Ellos seguirán buscando a sus hijos y la verdad, que sigue escurriéndose entre documentos clasificados. Al preguntarles a los expertos si creen que hay alguna persona que realmente sabe lo que sucedió respondieron al unísono: “Sí, mucha”. El caso sigue abierto.