Encerrados en la Guayama 500
Un reportero y un fotoperiodista de Primera Hora convivieron con reos para revelar la realidad de su encierro.
Nota de archivo: esta historia fue publicada hace más de 13 años.
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Bajo llave, con el sudor en la frente, a la espera de la próxima movida o las próximas palabras de los confinados en una jaula gigantesca para 64 almas mientras el sol golpeaba... Era el control B de la sección A de Guayama 500.
No era una asignación común, de hecho, se trató de una experiencia cruda y personal para documentar la vida de presidiarios. El reportaje requería estar encerrados por 24 horas en una prisión del Centro de Detención Regional de Guayama no por haber sido arrestados ni sentenciados, sino para aproximarnos a la vida cotidiana de los presos.
Por lo menos, esa era la premisa de una historia que se convirtió en realidad para el fotoperiodista José R. Madera y este reportero durante una estadía en una prisión, en donde la mayoría de los confinados han sido rechazados por la población general del sistema carcelario, aunque una banda criminal, Los 27, ejerce una influencia acaparadora, en ocasiones, implacable.
Convivimos con los reclusos de una de las secciones –también conocidas como módulos–, comimos su comida, presenciamos registros y visitas a áreas de máxima seguridad, dormimos por varias horas en una celda y nos acercamos lo más que pudimos a un grupo penal que ha establecido un lugar de tregua en una de las cárceles más peligrosas del país.
El reloj marcó las 7:40 a.m. cuando llegamos a Guayama 500 en un vehículo oficial de Corrección. A primera vista, la instalación se parecía a muchas de las otras instalaciones carcelarias del país por su infraestructura o diseño: verjas con serpentina, macizas paredes de hormigón, rendijas verdes que identificaban algunas de las celdas de los reos.
Pero el presidio tenía varias particularidades que lo alejaban de la mayoría de las prisiones. Su custodia es “protectiva”, lo que quiere decir es que la población se componía en gran parte por personas desterradas de la población penal, escracheados de diferentes bandas criminales.
La tensión dentro de esta cárcel se percibía en los rostros y en el comportamiento del personal. ¿La razón? Hace varios días, un preso fue herido con una “fisga”, o una cuchilla casera, incidente que se registró en una de las secciones de mínima de seguridad del penal. Como medida preventiva, se tomó la decisión de “encerrar” o prohibir la salida de las celdas a los reclusos en siete de los nueve módulos de la cárcel, cada uno con una capacidad de 64 individuos. Los prisioneros en donde se había implantado la medida solo podían salir de sus celdas para ducharse y tenían que recibir sus alimentos en su espacio de vivienda, donde contaban con una cama litera para dos reos, un escritorio, un asiento de cemento y una pieza de metal que consistía de un inodoro con lavamanos.
El herido fue trasladado al módulo BA, donde Madera y yo convivimos con la población penal, mientras un equipo de SWAT se mantenía en alerta para cualquier emergencia que se pudiese suscitar dentro de la sección.
“Independientemente, si la sección es mínima, mediana o máxima seguridad, hay que tratarla como una de máxima seguridad en momentos determinados”, dijo uno de los superintendentes de la prisión, Carlos González Rosario. “En una institución, en un día claro, llueve. Donde esté la situación, hay que contenerla y la información tiene que ser clara y fidedigna”, añadió el funcionario desde el centro de control que vigilaba varios de los módulos de la cárcel.
Madera y yo primero llegamos a un módulo donde se realizaba una reparación para evitar que los confinados se pudiesen escapar a través de la verja que tapaba la apertura de su patio interior. El personal de la cárcel se percató de la rotura tras haber divisado a un reo que se había trepado en el techo de la instalación para luego bajar a su sección. La movida formaba parte de una trama de contrabando en que paquetes de drogas o celulares eran lanzados al techo del penal desde un monte cercano.
“Somos confinados, no somos animales. Aquí no hay estudios ni rehabilitación”, indicó un recluso desde una celda que emanaba un olor hediondo.
Cada uno de los módulos parecía una microsociedad. Aunque Corrección tenía la última palabra en cada sección, los confinados en muchas ocasiones se regían por reglas no escritas de un liderato de facto. El módulo BA era considerado como uno de los más seguros de la cárcel y esto se debía en gran medida a Alexander Nieves Andrades, un ex miembro de la Junta Directiva de Los Ñeta, que Corrección reconoce como un recluso ejemplar. ¿Su crimen? El asesinato de un policía.
Para Madera y yo, se trataba de un mundo desconocido que los confinados nos habían permitido entrar y documentar como periodistas. Luego de una breve introducción, los presos continuaron con su diario vivir.
Algunos reos se ejercitaban levantando una bolsa de agua, amarrada a un palo de mapo, o hacían pull-ups con los barrotes del soporte de escaleras de metal. Otros hacían ejercicios corriendo alrededor de la sección. Entre otras actividades, se recortaban con navajas.
“Mi encarcelamiento fue muy difícil. A veces pensé en quitarme la vida, pero también doy gracias a Dios porque estaría muerto de no haber sido por la cárcel”, sostuvo Nieves Andrades, quien fue sentenciado a 99 años y seis meses de prisión.
El confinado hablaba sin tapujos sobre su crianza y su incursión a una vida criminal. Pero mi primera entrevista con Nieves Andrades se vio interrumpida por personal de Corrección que nos quería mostrar otros lugares dentro de la cárcel. Los contrastes no podían ser más abismales, desde una unidad controlada por Los 27, en la que la mayoría de los reos tenían sus caras tatuadas, a otra sección cristiana, donde muchos presidiarios se habían “convertido” para buscar su salvación. La mayoría era de la denominación pentecostal.
“Nosotros somos la iglesia de la institución. Mi transformación ha sido por el Evangelio y he aprovechado las oportunidades que Corrección me ha dado para mi transformación”, sostuvo el pastor Abigaíl Cruz Rodríguez, condenado a 115 años de cárcel por asesinato en primer grado.
Otros presidiarios prefirieron denominarlo como el “cementerio de los vivos”, para intentar explicar las marcadas diferencias entre los módulos. “Escogemos este lugar muchas veces cuando estamos en la comunidad, andamos perdidos en las calles sin pensar. Por eso es que lo llamamos el cementerio de los vivos”, dijo el confinado Omar Avilés Román, convicto por apropiación ilegal.
Cada preso tenía una historia distinta que contar en el módulo BA. Algunos pedían una segunda oportunidad. Otros señalaban la necesidad de narrar su pasado para que se supiera cómo cayeron en una vida de delito. Entre los entrevistados también figuraban reos que aseguraban que su sentencia fue excesiva.
Los reclusos, además, reconocían que el módulo BA era de lo “mejorcito” dentro del infierno que es la cárcel. Algunos cumplían sentencias por violaciones, actos lascivos, robo, escalamiento, asesinato, entre otros serios delitos, pero de alguna manera convivían con unas reglas básicas: cero drogas, prohibidas las peleas verbales y físicas, máximo respeto para el oficial de custodia. El que no se acoplaba a las reglas se tenía que ir. Así de simple.
También se hace difícil comer por varias razones: bandejas rajadas o sucias, falta de cubiertos o utensilios que se tenían que reusar por semanas o meses. La comida tampoco tiene sabor, aunque Madera y yo comimos algunos de los mejores platos que se sirven en la prisión: pasta con pollo de almuerzo y arroz chino con chuleta de cena. La pasta tenía un sabor metálico, posiblemente por su alto contenido en preservativos, mientras que el pollo era todo hueso. El último plato estaba excesivamente salado. Entretanto, los presos nos ofrecieron testimonios desgarradores.
“Cometí muchos errores por la droga, pero he recapacitado. Mi mente se encuentra limpia. Cuando me encuentro en la celda, me pongo a llorar. Pienso en todo lo que tuve. Verdaderamente, no quiero seguir sufriendo”, indicó Albert Dávila Burgos, quien cumple una sentencia por robo.
Son víctimas de prejuicio tanto por otros confinados como por los oficiales de custodia. Es una regla general que no se les permita tener voz ni voto dentro de la cárcel, pero sus “servicios” en ocasiones son requeridos por otros reos.
Este el cuadro que presentó un recluso Armando Nieves, de 37 años, sobre las circunstancias que él ha vivido en el sistema carcelario junto a otros presos que abiertamente se identifican como homosexuales. Según las entrevistas realizadas a confinados y los guardias, las violaciones en las cárceles de hombres han disminuido significativamente. Algunas gangas prohíben la violación. Del mismo modo, algunos módulos han implantado reglas para respetar los “matrimonios” de presidiarios.
“Hay muchos mitos, como los matrimonios por la fuerza, pero eso no es así. Los gay están sujetos al discrimen. El pensamiento de muchos es que nosotros no tenemos ni voz ni voto. Pero somos como cualquier otro confinado”, sostuvo Nieves Molina, encarcelado por una apropiación ilegal.
Guayama 500 también carece de personal, particularmente de oficiales de custodia. La instalación apenas contaba con 59 guardias para cuatro turnos. Ante la ausencia de oficiales, a los custodios se les requería trabajar doble turno. “Somos nosotros y estamos tostados. No es fácil estar en el mismo sitio, viendo las mismas paredes y los mismos barrotes”, indicó uno de los guardias de custodia. “El confinado es bien manipulador y se esconde detrás de muchas máscaras. Los mismos reos nos obligan ser precavidos. Hay algunos que se rehabilitan, pero son muy pocos”, dijo el oficial.
El reto para los custodios era tanto físico como mental. Muchos tenían que estar sujetos a insultos o amenazas de muerte. Entre sus filas también existían “oficiales contaminados” que facilitaban el contrabando, como reconocieron algunos funcionarios.
A diferencia de los confinados, que tenían que mantenerse en sus celdas entre las 6:00 de la tarde y 6:00 de la mañana, Madera y yo podíamos salir cuando quisiéramos. En el tiempo que estuvimos nos percatamos sobre las pobres condiciones de higiene. Algunos reclusos utilizan los mismos cubiertos por semanas o meses. Toman de envases recortados y se pasan sin camisa por el calor asfixiante. Durante nuestro encierro se fue el agua por varias horas.
Las celdas eran asfixiantes por el calor y la poca ventilación. Contaban con un botón que conectaba a un centro de mando que los reos pueden utilizar para avisar cualquier emergencia y, con solo tocar el dispositivo, nuestra celda se abría.
Pero aún así, la sensación de estar encarcelado es sumamente rara. La celda “pica”, como dicen los oficiales, por su pequeña dimensión de siete por 12 pies.
Corrección nos proveyó varios artículos de primera necesidad, un colchón nuevo y sábanas, pero solo pudimos dormir un par de horas antes de que se abriera el portón.
Al fin y al cabo, nosotros, los periodistas, éramos turistas, observadores con privilegios, y se habían impartido instrucciones para trasladarnos.
Durante los últimos minutos dentro de la cárcel, nos despedimos de nuestros compañeros de módulo.
Se cumplieron las 24 horas de nuestro encierro.