El precio de derrocar a Sadam Husein sigue grabado en la piel de los iraquíes
Los estadounidenses también dejaron heridas psicológicas difíciles de borrar en aquellos iraquíes que fueron arrestados bajo la ocupación.
Nota de archivo: esta historia fue publicada hace más de 1 año.
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Cuando Abu Hasan Ali vio a las tropas estadounidenses entrar en Bagdad en abril de 2003, supuso que los 24 años de tiranía de Sadam Husein habían llegado a su fin y que Irak sería un país libre. Pero los ataques de artillería norteamericanos provocaron que su brazo izquierdo quedara hecho añicos, al igual que sus esperanzas de una vida mejor.
“Pensaba que mi herida era el precio de la libertad, porque al final la libertad nunca sale gratis. Estuve sufriendo durante casi dos años por mi lesión, pero al final descubrimos que estábamos muy equivocados”, dice a EFE Abu Hasan, de 64 años, desde la tienda de diseño gráfico que regenta en el centro de Bagdad.
Él es uno de los cientos de miles de iraquíes que resultaron heridos por los ataques de la coalición internacional liderada por Estados Unidos durante la invasión de Irak, un acontecimiento que veinte años después aún pervive en la mente y en la piel de los ciudadanos del país árabe.
Los crímenes de EE. UU.
Abu Hasan recuerda con todo lujo de detalle lo que sucedió aquel 6 de abril de 2003, cuando fue a ver cómo los camiones blindados estadounidenses desfilaban por la carretera que conduce al aeropuerto internacional de Bagdad.
“Vi un vehículo estadounidense con el número 121 que dirigió la boca de su cañón contra mi y, de repente, me encontré bajo una pared con el brazo roto”, asegura el hombre, que afirma que sus huesos se rompieron en pedazos tras caerle encima el muro de cemento.
Aun así, Abu Hasan asegura que la herida más profunda que tiene es invisible, y que todavía sangra.
“Después de 20 años, siento mucha vergüenza por creerme que las fuerzas estadounidenses vinieron a liberarnos. Los norteamericanos nos dijeron una gran mentira, ocuparon, destruyeron Irak y dejaron a miles de víctimas iraquíes”, exclama.
Un disparo a sangre fría
Una madrugada de octubre de 2004, Husein Ali, seudónimo de un iraquí de 66 años que no quiere revelar su verdadera identidad, se subió a su furgoneta y emprendió un peligroso camino en busca de comida para su familia. Pero no regresó a casa.
Tras la toma de Bagdad, las tropas norteamericanas cerraron las principales carreteras de la capital iraquí e instalaron puntos de control en los accesos. En uno de ellos, le dispararon con una bala expansiva en el muslo que también le perforó el estómago y le dejó al borde de la muerte.
“Creo que me dispararon porque no sabían lo que hacían. Pensaban que era un terrorista suicida porque era de noche y estaba solo en mi coche”, asegura este hombre desde su residencia en Al Mahmudiya, una pequeña localidad al sur de Bagdad.
Husein no perdió el conocimiento de inmediato y recuerda ver cómo los soldados norteamericanos se acercaron a su vehículo tras dispararle, buscaron cualquier indicio de que llevaba explosivos encima y, al no encontrar nada, le llevaron a un hospital cercano.
“Los médicos decían que tenía solo un 1 % de posibilidades de sobrevivir”, asegura el hombre, que permaneció 45 días en el hospital y cuyo cuerpo está lleno de cicatrices.
En su mano, la metralla se ha fusionado con su piel y, al tacto, recuerda a un escrito en Braille: “¿A esto le llaman libertad y respeto por los derechos humanos?”, se sigue preguntando 20 años después.
Un año encerrado por EE. UU.
Los estadounidenses también dejaron heridas psicológicas difíciles de borrar en aquellos iraquíes que fueron arrestados bajo la ocupación.
Yasser, de 42 años, vivió los primeros días de la invasión con optimismo. Incluso gracias a sus conocimientos de inglés trabajó durante unos meses como traductor para las tropas norteamericanas para formar a las nuevas fuerzas armadas iraquíes después de que la administración de EE. UU. desmantelara el Ejército de Sadam.
La violenta situación le obligó a viajar a Dubái, pero en 2007 regresó a Irak para estar con su familia y encontró que su pueblo natal, Dhuluyia (al norte de Bagdad), fue designado como Zona Roja por los estadounidenses, un término utilizado para las áreas inseguras en Irak durante la invasión.
El 26 de abril de ese año, los soldados de la coalición internacional peinaron y “saquearon” todas las casas de la localidad y, según su relato, se lo llevaron.
“Cuando vieron que hablaba inglés me dijeron: ‘de acuerdo, te vendrás con nosotros durante unos días y después te soltaremos, tan solo tenemos unas preguntas, nada más’”, recuerda. En total, estuvo un año confinado en diversas prisiones de Irak.
Según Yasser, todo prisionero tenía que desnudarse ante los soldados, debía ducharse frente a ellos y, en las celdas, ponían “altavoces enormes” con la música a todo volumen para desestabilizar a los reclusos psicológicamente.
Tras un año siendo constantemente interrogado en centros de detención de Bagdad y Basora, en el sur de Irak, fue liberado. A día de hoy no sabe por qué motivo estuvo preso.
“Escuchamos sobre la libertad de la que hablaban los estadounidenses, pero honestamente, nosotros ni la llegamos a tocar”, sentencia.