Septiembre 19 de 2020. Hasta ese día, Gisèle Pélicot no tenía el más mínimo conocimiento del infierno que había vivido años atrás ni del que estaba a punto de caerle encima. Su esposo, Dominique Pélicot —a quien ella consideraba el marido perfecto, su compañero de vida por cinco décadas—, le dijo que tenía una “tontería” que confesarle: días atrás lo habían descubierto en un supermercado grabando por debajo de las faldas de tres mujeres. El hombre había camuflado su celular entre una bolsa para conseguir imágenes de sus partes íntimas. Un guardia del lugar se dio cuenta y llamó a la policía. En ese momento salió bajo fianza, pero las autoridades comenzaron a seguirle la pista.

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—Te perdono esta vez, pero no habrá una próxima. Y discúlpate con estas mujeres —le dijo Gisèle cuando su esposo le contó lo sucedido. No había razón para sospechar lo oscuro que había detrás.

Seis semanas después, ambos fueron llamados a la comisaría. Ella pensó que era solo una formalidad. Cuando llegaron, un policía le anunció:

—Le voy a mostrar cosas que no le van a gustar.

Lo siguiente que Gisèle Pélicot vio fue la foto de una mujer en una cama. Le costó reconocer que esa mujer era ella. Los investigadores le mostraron otra imagen, y luego otra y otra. Hasta que ella les pidió detenerse. “Eran escenas de violación, no de sexo”. “Uno, dos, tres encima de mí, sacrificada en un altar de vicio”. “Estaba inerte, me trataban como una muñeca de trapo”. “Violación no es el término correcto: es barbarie”. Estas fueron algunas de las palabras que el jueves pasado Pélicot —que cumplirá 72 años en diciembre— dijo en el juicio que se inició en Vaucluse, Provenza, sureste de Francia.

Su caso ha despertado la atención del mundo entero: una mujer a quien su marido drogó durante casi una década para que otros hombres la violaran mientras él los grababa. Según lo descubierto por los investigadores, que analizaron el computador y los teléfonos del esposo de Pélicot —donde descubrieron una carpeta llena de detalles llamada ‘Abusos’—, las agresiones comenzaron en 2011 y se intensificaron a partir del 2013, cuando la pareja se fue a vivir a Mazan —en la misma Provenza—, a una casa con jardín y piscina. Hasta el momento hay 51 hombres vinculados (se calcula que participaron más de setenta) y documentadas 92 violaciones, aunque las autoridades presumen que pudieron llegar a ser más de doscientas.

Su esposo tenía un modus operandi totalmente engranado: había abierto un chat en un sitio de citas francés, que ya fue cerrado, con el nombre de À son insu (Sin su conocimiento). Ahí les ofrecía a los hombres ir a “tener sexo” con su esposa, a quien él drogaba antes con benzodiacepinas que trituraba y ponía en sus comidas. Las reglas eran claras: los interesados debían parquear sus carros lejos de casa, entrar por la cocina, no usar colonia ni fumar, calentar sus manos con agua caliente para no despertarla. En fin: un manual siniestro de cómo lograr la violación sin correr riesgos de ser detectados.

Así se repitió una y otra vez. Quienes llegaban a esa casa no eran hombres que encajaran con el perfil de violador que muchos tienen en mente porque los han visto personificados en las películas. No: eran hombres comunes y corrientes. Obreros, bomberos, empleados de bancos, periodistas locales, jubilados, enfermeros. Entre los 21 y los 74 años, hombres que hacían su vida de solteros, casados, separados, padres de familia, y que una noche se les ocurría ir a violar a una mujer postrada en su cama, inconsciente, dopada.

—Para mí, el daño ya está hecho. Me he mantenido firme a la espera de este juicio —dijo Gisèle, al llegar al tribunal.

En todo momento ella ha mostrado su rostro. No ha escondido su identidad. Ha pedido que el juicio se realice de forma abierta y permitido que los medios de comunicación la graben y le tomen fotos. “Lo hago en nombre de todas las mujeres que nunca serán reconocidas como víctimas; en nombre de las mujeres que están siendo drogadas y no lo saben. Para que esto deje de suceder”, dijo. Sus hijos —tuvieron tres en el matrimonio: Caroline Darian, Florian y David— la han apoyado en esta decisión porque están convencidos de que ella no tiene nada que ocultar. Uno de sus abogados, Stéphane Babonneau, lo definió en una frase que se ha vuelto una suerte de emblema de la actitud de Pélicot: “La vergüenza debe cambiar de bando”. Quienes tienen que sufrirla son sus agresores.

Así, firme, ha estado a lo largo de esta semana, durante la cual tuvo que ver las fotos y videos —se han documentado cerca de cinco mil— presentados como prueba. Y así también habló durante casi dos horas en su primer testimonio. Miró de frente a su esposo (está en proceso de divorcio) y a los 51 hombres sentados en el banquillo de los acusados, quienes se enfrentan a penas que pueden llegar a veinte años de prisión por violación agravada.

Su esposo ha aceptado los cargos. Del resto de agresores, que esconden su rostro detrás de tapabocas, bufandas o gafas oscuras, solo 35 han reconocido haber “tenido sexo, pero no con intención de violarla”. Los argumentos que dan a su favor son insólitos, por decir lo menos: que no sabían que la mujer estaba inconsciente; que pensaban que eran fantasías de una pareja libertina; que creían que el consentimiento de su esposo implicaba el de ella. Llegaron a decir, incluso, que no era violación porque “su marido lo había propuesto”.

—Me siento mancillada, traicionada. Por fuera me ven sólida. Por dentro soy un campo en ruinas —dijo Pélicot ante el juez, con la mirada puesta en su marido.

Hasta antes de que esto explotara, ella lo definía como un hombre “cariñoso”, que no solía tener “ni un gesto inadecuado”. Era un matrimonio con los altibajos normales. “Pensaba que éramos felices, que ellos eran felices”, dijo su hija Caroline Darian, que el año pasado publicó un libro bajo seudónimo titulado Et j’ai cessé de t’appeler papa (Y dejé de llamarte papá). Ella también apareció en algunos de los archivos de su padre, en fotos íntimas que desconocía que se hubieran hecho.

Detrás de la felicidad de los encuentros familiares, sin embargo, los hijos comenzaron a ver extraño el comportamiento de su madre: problemas de memoria, días enteros que no recordaba haber vivido, pérdida de peso. El esposo les hacía creer que todo era producto del cansancio, pero ellos le pidieron que fuera al médico, preocupados de que fuera alzhéimer. Gisèle buscó el concepto médico —en el periodo de las violaciones tuvo cuatro enfermedades de transmisión sexual que tampoco se asociaron con el delito—, pero nadie le dio una explicación de sus síntomas. “La policía salvó mi vida al decidir iniciar la investigación”, dijo en el tribunal.

“Si fuera el profesor de tu hijo, ¿tú no quisieras saberlo?”

Este caso no solo ha ocupado la atención de los medios de comunicación a nivel internacional. Sus detalles han puesto el foco en muchos aspectos de la violencia contra la mujer y despertado el interés de especialistas. Uno de los temas centrales ha sido la decisión de la víctima de mostrar su rostro, de no esconderse y decir: aquí estoy yo. “Es una actitud valiente que ha sorprendido al mundo porque la mayoría de las víctimas de violencia sexual prefieren no hablar, prefieren que sus nombres se mantengan en el anonimato y hacer denuncias en otros espacios que no sean la justicia, por miedo o temor al señalamiento —dice la abogada María Camila Correa Flórez, profesora de Derecho Penal en la Universidad del Rosario—. Es un ejemplo para otras mujeres víctimas de agresiones sexuales”.

Lo habitual es que en estos casos se revictimice a la mujer culpándola de lo sucedido. Por su forma de vestir, de actuar, de caminar, de sonreír. En fin. De ahí que muchas opten por callar y esconder lo sucedido. “En lo sucedido con Pélicot alguien tomaba decisiones sobre su cuerpo. No había participación suya porque no había conciencia. No pueden endilgarle ser cómplice de nada, y eso también explica por qué da la cara”, dice la terapeuta y ginecóloga Eliane Barreto.

Esta actitud, según los expertos, puede ayudar a quitar el estigma que acompaña a la víctima de un delito sexual. “Como es evento traumático, las víctimas tienden a inhibirse, a no querer estar expuestas porque sienten que las van a juzgar, y efectivamente es lo que sucede. A nivel psicológico tienen la sensación de que fueron culpables de que eso ocurriera, aunque no haya sido así. Una actitud como la de Pélicot puede empezar a desculpabilizar a las víctimas a nivel social y cultural”, explica Alisia González, médica psiquiatra con experiencia en psiquiatría forense. Gisèle decidió que no iba a cargar, además del dolor, con una vergüenza que no tendría por qué ser suya. De ahí su bandera: que la vergüenza cambie de bando. Su edad también puede ser un factor adicional para haber tomado esa decisión. Una jovencita lucharía más con la preocupación de lo que opinen los demás.

A unos pocos les han encontrado antecedentes, como vínculos con imágenes de abuso sexual infantil o zoofilia, mientras que su marido —de 72 años— sí tiene dos casos previos de agresión sexual, en los años noventa. Pero en general son personas, supuestamente, sin nada que ocultar. Aunque es claro que su comportamiento denota una falencia en su sistema de valores y de principios, “Según la edad que tiene su esposo, se crió —como muchos otros lo siguen haciendo— pensando que las mujeres somos cosas de las que pueden disponer. Como floreros que pasan de un lugar a otro. Este es un ejemplo de la instrumentalización más miserable de un ser humano hacia otro”, dice la abogada Ximena Castilla.

Es claro que no se trata de enfermos mentales, idea que todavía suele saltar de forma errónea y casi espontánea. “Ese es uno de los problemas que hemos tenido a lo largo de la historia de los delitos sexuales. No: los agresores sexuales son personas normales, y pueden estar al lado suyo —dice Fidel Pardo, médico forense que pertenece al Departamento de Patología de la Universidad Nacional—. Tanto el esposo de Pélicot como sus agresores deben ser considerados violadores. Porque un individuo que ve a una mujer que está en condición de inconsciencia y se aprovecha para su satisfacción no tiene otra palabra: es un violador”.

Así como en el día trabajaban, veían a sus esposas, tomaban el transporte, bebían un café, alguna noche a estos victimarios se les ocurría ir a la casa de Pélicot a violarla. “Si estos señores se investigan, van a ser perfectísimos. Esto confirma que no existe un perfil del victimario —dice Barreto—. Cualquiera puede ser un agresor”. En ese sentido, según Alisia González, este caso puede llegar a ser emblemático: pone la lupa para investigar las motivaciones de los agresores. “Aquí se evidencia cómo la cultura influencia este tipo de conducta —dice la experta—. El machismo está presente de manera inconsciente y facilita esa sensación de poder sobre la mujer”.

Gisèle Pélicot pidió que los rostros de sus victimarios fueran públicos. Pero la ley francesa, al considerar la presunción de inocencia, ampara el derecho a que protejan su identidad hasta que finalice el juicio. Incluso en ese momento, tendría que contarse con su consentimiento para mostrar sus rostros. Es una posición que muchos interpretan como de mayor protección al victimario que a la víctima. “Si me lo preguntas, yo diría que hay que mostrarles la cara a todos los agresores —dice Pardo—. Que sean identificados y que paguen”. “Imagínate que uno de ellos sea un profesor de tu hijo, ¿tú no quisieras saberlo?”, se pregunta Barreto. “Que sean reconocidos como violadores está relacionado con el hecho de que la vergüenza la carguen ellos y no la tenga que cargar ella”, agrega Correa Flórez. Por ahora, sin embargo, y mientras llega un fallo condenatorio, los agresores de Pélicot seguirán entrando por una puerta especial, alejados de las cámaras.

Otro tema que ha despertado la reflexión aquí es la respuesta médica ante los síntomas que Pélicot presentaba y que se derivaban de la droga que recibía de su esposo. Existe la idea de que la violencia sexual es solo la que deja golpes, moretones, heridas notables, pero este caso pone en evidencia que hay una soterrada que es igual de verdadera. “Los médicos tendríamos que estar atentos. Decir: a esta persona le está pasando algo, no se acuerda de las cosas y no hay causa biológica. Y explorar otras razones —dice Barreto—. El problema es que para eso se necesita una relación médico-paciente, y actualmente los sistemas de salud no permiten ese vínculo”.

No hay datos hasta el momento de cuál fue la respuesta que obtuvo Pélicot cuando habló de sus síntomas con antelación. Lo claro es que algo sentía, porque el tipo de droga que recibía de su marido no es inocua y, en altas dosis y por largo tiempo, sin duda deja huellas. “El cuerpo habla —dice el psicoanalista Ricardo Aponte—. Cómo lo hizo en este caso, no sabría decirlo. Lo rescatable aquí es el valor de esta mujer, que logró salir de eso, que ya está al otro lado”.

Ella misma lo dijo en el tribunal:

—Soy como un boxeador al que tiran a la lona una y otra vez. Y una y otra vez se levanta.