Las 2:50 p.m. de la Navidad de 1989. Es la hora exacta en que la ráfaga de disparos procedente del pelotón de fusilamiento acabó con la vida de Nicolae Ceaușescu y su esposa, Elena Petrescu. Ambos habían sido, durante casi un cuarto de siglo, quienes condujeron con mano dura los destinos de Rumania bajo la égida del comunismo que se extendía por Europa Oriental. El despiadado dictador y su pareja habían perdido el poder tras una revuelta popular, y habían sido condenados a muerte luego de un juicio sumario. Los testigos aseguran que el autoproclamado “Genio de los Cárpatos” murió entonando la “Internacional Socialista”.

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Nacido el 26 de enero de 1918, Ceaușescu se afilió de joven al Partido Comunista y de a poco fue subiendo posiciones hasta convertirse, en 1965, en el líder del partido. A partir de allí, comenzó un gobierno opresivo que se caracterizó por el culto a la personalidad y una política económica de austeridad extrema que llevó a gran parte de la población a la miseria, mientras que el matrimonio gobernante vivía en la opulencia.

El líder comunista rumano fue definido por la agencia de noticias soviética Tass como “uno de los dictadores más odiosos del siglo XX”. Se proclamó a sí mismo “Conducator” (algo así como Jefe del Pueblo) y solía posar con un cetro en sus manos, como símbolo de su poder. Para reprimir a la disidencia, creó una policía secreta conocida como Securitate, que se encargó de sembrar el terror y ayudar a llevar adelante los planes más delirantes del dictador, como arrasar un área importante de la ciudad de Bucarest para crear un ampuloso y gigantesco “Palacio del Pueblo”, desde el cual gobernaba.

La revolución rumana

Pero ningún poder perdura para siempre. Tras la caída del muro de Berlín y el comienzo de las reformas en la Unión Soviética, los países del Pacto de Varsovia comenzaron a tener recambios de mandos políticos para dejar, poco a poco, de lado al socialismo. En todos los casos estas modificaciones sustanciales se dieron de manera pacífica, excepto en Rumania, donde la caída del déspota stalinista sería por la vía de la violencia y la sangre.

El malestar popular con el Conducator parecía correr por carriles subterráneos hasta que una situación detonó las protestas y el comienzo del final para el matrimonio que hasta entonces se creía invulnerable. Ocurrió en Timisoara, al oeste de Rumania, a mediados de diciembre. Entonces, un padre protestante de una iglesia húngara, llamado Laszlo Tökes, se atrevió a criticar a Ceaușescu desde el púlpito de su templo, motivo por el cuál fue de inmediato separado de su cargo y detenido.

El 16 de diciembre de 1989, una multitud se juntó frente al domicilio del religioso para protestar por su remoción. Algunos manifestantes fueron más allá, tomaron la sede del Partido Comunista de la localidad y empezaron a tirar los retratos del líder por la ventana. Comenzaba a dispararse la que luego, en los libros de historia, se llamaría “Revolución Rumana”.

Primero, el ejército intentó dispersar a estos manifestantes con tanques y carros de asalto, pero desde el Comité Ejecutivo Político opinaron que esta represión había tenido una excesiva suavidad. Entonces entró en escena la Securitate. Y todo se agravó. Esta policía secreta comenzó a utilizar balas de plomo, en las calles quedaron las primeras víctimas civiles y ocurrió algo notable: el ejército tomó partido por los manifestantes.

Un discurso repudiado

A partir de allí, las protestas y el caos se encendieron en otras ciudades de Rumania, incluyendo su capital. El 21 de diciembre, Ceaușescu, recién regresado de Irán, trató de tranquilizar a la multitud a través de un discurso que dio desde el Comité Central en Bucarest. Pero la gente presente en la plaza, que luego sería llamada “de la revolución”, para su sorpresa, comenzó a abuchearlo y a insultarlo.

Los gritos de “¡Abajo la dictadura!” o “El pueblo somos nosotros”, fueron más ensordecedores que las vítores y aplausos pregrabados que acostumbraban a poner los lacayos del Conducator en sus discursos. De tal modo, la transmisión en directo se cortó de inmediato y el dictador se fue del balcón.

“Cuando la gente empezó a abuchearlo, él no podía entender qué estaba pasando... no estaba acostumbrado a ese tipo de comportamiento. Por primera vez la gente estaba expresando lo que realmente sentía por él. Y él quedó totalmente confundido””, asevera Dragos Petruscu, historiador de la Universidad de Bucarest, en una entrevista con la BBC.

Entonces comenzaron la represión y los enfrentamientos entre la Securitate y los manifestantes. Si bien las cifras de los muertos se discute hasta el día de hoy, se calcula que, en los días de protesta, especialmente en Bucarest, perecieron 1,000 personas y otras 30,000 resultaron heridas. El hecho fue que, como muchos oficiales del ejército dejaron de brindar su apoyo al tirano comunista para pasar del lado de los manifestantes, el final de la dictadura se palpitaba al ritmo de las protestas en las calles.

Escape infructuoso y juicio sumario

Al percibir que el clima se estaba volviendo hostil y que los antiguos aliados se estaban dando vuelta, Nicolae Ceaușescu y su señora Elena decidieron huir en helicóptero de la capital del país. Pero algo ocurrió. El piloto fingió un desperfecto y la nave aterrizó cerca de la base militar de Tergoviste, a 80 kilómetros de Bucarest. Hasta ese cuartel fue trasladado el matrimonio. Aunque no lo sabían, ya estaban ambos en calidad de detenidos.

Allí, en ese establecimiento castrense, un improvisado tribunal militar inició, el 25 de diciembre por la mañana, un juicio sumario contra el tirano estalinista y su esposa. En este proceso, considerado más adelante por varios historiadores como ilegal y absurdo, se los acusó a Ceaușescu y a Elena de los delitos de genocidio de 60,000 personas, acciones armadas contra la población, daños a la economía nacional y enriquecimiento injustificable. La condena por estas acusaciones era la pena capital.

El juicio duró menos de dos horas y la deliberación de los magistrados para llegar a la sentencia, apenas unos minutos. “Son unos golpistas que están destruyendo la independencia rumana. Solo contestaré ante la Gran Asamblea Nacional”, se defendió el dictador, que en todo momento señaló que el proceso al que lo sometían era una farsa y se desentendió una y otra vez de todas las imputaciones.

“Farsa han sido los 25 años que ha estado al frente del gobierno y que han llevado al país al borde del colapso”, le respondió el juez militar Gicá Popa al dictador. Finalmente, la condena cayó, inapelable, sobre el matrimonio: fueron sentenciados a muerte por fusilamiento, y sus bienes serían confiscados.

“La cara de un venado”

Entonces llegó el momento, grabado en un video para la posteridad, en que los soldados se acercan a Nicolae y Elena para atarles las manos. Mientras que el primero opone poca resistencia a la acción de los soldados, su esposa se retuerce y grita todo tipo de improperios para evitar que la maniaten. Algo que no consigue.

Luego, ambos condenados fueron trasladados hasta el muro donde serían ultimados. Dorian Carlan, sargento de la tropa de paracaidistas que se ocupó de la ejecución de los dos poderosos reos, describió en el libro El fin de los Ceaușescu, de Grigore Cartianu y Sfarsitul Ceausestilor, cómo fue el traslado del dictador hacia el lugar donde recibiría la ráfaga fatal: “Me encontraba tres pies por detrás de Ceaușescu. Cuando vio que nos dirigíamos al paredón, se dio cuenta de que no tenía escapatoria (...) Esta imagen siempre me ha acompañado. Su cara se parecía a la de un venado que van a matar. Entonces, se le escapó una lágrima. Varias, en realidad, y empezó a decir: ‘¡Muerte a los traidores!’ Mis compañeros lo giraron para que siguiese caminando, pero continuo gritando: ‘¡Muerte a los traidores! ¡Larga vida a la República Socialista de Rumania, libre e Independiente! ¡La historia me vengará!’”.

El Genio de los Cárpatos y su esposa fueron trasladados entonces hasta su postrero escenario. Tenían puestos sus pesados abrigos, que iban de acuerdo con el clima de diciembre en el este europeo, llevaban las manos atadas en sus espaldas y habían pedido, como último deseo, el hecho de ser fusilados juntos. Él alcanzó a cantar el primer verso de la “Internacional Socialista” (“Arriba, parias de la tierra”) antes de ser alcanzado por las balas y caer inerte sobre su espalda. Ella recibió varios impactos, pero debió ser rematada por uno de los paracaidistas.

Una tumba con ofrendas

Dos días más tarde, la televisión rumana difundió a todo el mundo las imágenes de los dos exlíderes ultimados. Con la certeza de que el cruel mandatario comunista ya no vivía, las calles de Bucarest estallaron en júbilo y la paz retornó a los lugares donde hasta hacía muy poco eran comunes los enfrentamientos, y las muertes. Se cree que muchos francotiradores de la Securitate huyeron hacia las fronteras con Yugoslavia, con la esperanza de escapar a posibles condenas.

El poder pasó entonces a manos del Frente de Salvación Nacional, un partido conformado por antiguos comunistas y encabezado por Ion Iliescu, quien había sido ministro en el gobierno de Ceaușescu. Este dirigente se mantuvo en el poder, junto con sus aliados, hasta 1996. Pero tanto este gobierno como los que llegaron después bloquearon cualquier intento de investigar y enjuiciar a los responsables de las matanzas de 1989. Era más sencillo que todas las maldades del régimen terminaran con la muerte de Ceaușescu, quien quedó en la historia, además, como el última gran dictador europeo.

En una entrevista del año 1999 en La Nación, una ciudadana rumana, Alina Voicu, expresa la opinión de muchos de sus compatriotas: “Lo liquidaron para que no hablara y comprometiera a quienes lo destituyeron: todos eran comunistas”.

Nicolae Ceaușescu y Elena Petrescu conviven en su último descanso en el cementerio Ghencea de Bucarest. Pese a las crueldades realizadas en vida, la tumba de estos dos déspotas, cubierta de granito rojo, se convirtió en un atractivo turístico, en el que nunca faltan las ofrendas de flores de los nostálgicos del comunismo. En especial, en los días cercanos a la Navidad.