Así es el hotel más lujoso del mundo
La inspiración era "que llegue del mar y mire hacia el futuro" y parte de los servicios es un ipad de oro 24 kilates como "conserje personal".
Nota de archivo: esta historia fue publicada hace más de 5 años.
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A bordo del Rolls Royce Phantom blanco camino al hotel Burj Al Arab, me acordé de ese chiste de Quino en el que una mujer abría una lata de tomates y se le aparecía un genio. En gratitud por haberlo liberado, el genio le dijo que le pidiera lo que más quisiera. "Comprarme todo lo que me de la gana", respondió la mujer. "Sea", dijo el genio y la convirtió en jeque árabe.
Mohamed bin Rashid Al Maktum, jeque de Dubai, con una fortuna personal de 12.000 millones de dólares, no tuvo problemas en concederse tres deseos: levantar el edificio más alto del mundo, -el Burj Khalifa, de 828 metros, el doble del Empire State-, construir una colosal isla artificial y un hotel que se convertiría en el ícono de la ciudad y sinónimo de lujo. Fue él, alteza real, príncipe, jeque - sheik en árabe-, con estas tres fastuosas construcciones quien impulsó la Dubai actual a comienzos de los noventa cuando murió su padre.
Para hacer realidad el Burj Al Arab (la torre de los árabes), le encargó en 1995 al arquitecto inglés Tom Wright que diseñara "un edificio que sea el nuevo símbolo de Dubai, que se hable de él en el mundo entero y que sea el hotel más lujoso construido jamás. Que llegue del mar y mire hacia el futuro." La inauguración del hotel debía coincidir con la llegada del nuevo milenio.
El Rolls Royce parecía un auto más en las calles pobladas de Maserati, Bugatti, Bentleyy Ferrari. El chofer, de riguroso uniforme blanco con ribetes dorados, nos dio a elegir entre escuchar a los Rolling Stones versión bossa nova o música árabe. Elegimos la árabe a pesar de que los edificios que desafiaban la ley de gravedad no evocaban lo mismo que la música. Pronto llegamos a la costa y entonces sí, como un barco quieto, apareció el Burj y su enorme vela de 320 metros de altura, en medio del mar.
Levantado en una isla artificial a 270 metros de la orilla, parte de su prodigio es que nunca proyecta sombra en la playa. Ya en la puerta, nos recibió una espléndida mujer con vestido largo hasta el piso. "Bienvenidos al Burj Al Arab," dijo en perfecto castellano mientras me entregaba un ramo de flores. Después supe que en el hotel trabajan personas que hablan setenta idiomas para que el huésped sea siempre recibido en su idioma.
El lobby es un pequeño Disney, un bombardeo de fulgores y colores, estímulos visuales y sonoros: alfombras, fuentes, columnas, flores, mosaicos, tapices, escaleras. Frente a las puertas, hay un sillón vis a vis de varios metros, de terciopelo rojo, y adelante una fuente escalonada flanqueada por dos escaleras mecánicas que llevan a un entrepiso.
Ya arriba, los ojos no se decidían entre las enormes columnas y arcos bañados en oro que soportan la estructura triangular y la gran fuente central de aguas danzantes que, en el pico máximo de la secuencia, lanzan un chorro de varios metros de altura. Los pisos de mosaicos compiten en colores con cada uno de los cincuenta y seis pisos que balconean al lobby, cada uno con un color diferente, formando un degradé de azules, verdes y amarillos.
El hotel se construyó en cinco años, los últimos dos estuvieron dedicados al interiorismo que el jeque encargó a la diseñadora china Khuan Chew. Seis meses antes de la inauguración, Al Maktoum visitó su capricho. Las suites cumplieron con la consigna de majestuosidad que había pedido, pero el lobby lo decepcionó. Chew había seguido una línea minimalista, llena de mármoles blancos discretos que el jeque mandó cambiar de inmediato. Todo debía estar listo en diciembre de 1999 para celebrar el fin del año, del siglo y del milenio en la Torre de los Árabes. La paciencia china y su devoción al trabajo logró que Chew llegara a tiempo y convirtiera el lobby en el carnaval de colores y texturas actual que requiere poco menos que andar con anteojos negros. El jeque, feliz.
La mujer que hablaba castellano nos dejó recorrer con la mirada el espacio hasta que notó que buscábamos el mostrador del check in habitual en los hoteles. Entonces nos dijo que en este hotel no hay check in y que un butler personal nos esperaba en la suite. En el piso 35, Hamza aguardaba en la puerta de nuestro pequeño palacio de 170 metros en dos plantas, una de las suites más sencillas del hotel, de apenas $1,500 dólares la noche, poca cosa al compararlo con la de 670 metros, de $3,200 por noche. Ni que hablar de los 780 metros de la Suite Real, de $11,000 dólares, que está en el ranking de las 15 habitaciones de hotel más caras del mundo.
Hamza demoró casi media hora en explicarnos las infinitas funciones de la suite inteligente y sus infinitos botones. En la planta baja estaba el living, siguiendo la estética preferida del sheik, llena de terciopelos violetas y rojos, espejos de marco de oro, ramos de flores, alfombras estampadas y muebles con la clásica marquetería de Medio Oriente. Además de un juego de sofás como para diez personas, había un juego de comedor y un escritorio con una e-Mac de teclado e impresora inalámbricos. Hamza trataba de captar nuestra atención, que una y otra vez se desviaba al ventanal con una vista impagable del Golfo Pérsico, la playa, el parque acuático Wild Wadi Water Park y la silueta lejana pero visible del Downtown y la omnipresente aguja del Burj Khalifa pero, cuando nos presentó la caja fuerte, sí logró que volteáramos la cabeza. No se trataba de la clásica caja empotrada con teclado digital, sino un enorme cofre dorado, del tamaño de una heladera, con combinación a rosca, salida de la historieta de Mac Pato.
En el umbral de la escalera de mármol camino al primer piso, Hamza preguntó si la línea de Hermés para los amenities era de nuestro gusto. "Sí, sí", me apuré a contestar, no fuera cosa que se llevara el champú, crema enjuague, jabón, crema y perfume, todo tamaño extra large de Calèche y Terre para el fotógrafo, crema de afeitar y after shave incluido.
Y cuando Hamza vio que nos distraíamos con los botones que subían y bajaban el televisor gigante que emergía desde adentro de un mueble como por arte de magia, sumado a los botones que dimerizaban luces y corrían cortinas, entendió que era hora de despedirse, no sin antes dejarnos un I Pad de oro 24 kilates. "Es su conserje personal", aclaró, antes de que se me ocurriera tomarlo como un obsequio, "pueden hacer su reserva en cualquier de los nueve restaurantes del hotel, o un tratamiento en el spa, o reservar un auto".
El hotel ofrece tanto para hacer que es difícil salir de él. Quienes se hospedan en el Burj, recién recorren Dubai al tercer día. La playa privada es el mejor ángulo para admirar en todo su esplendor esta escultura vuelta edificio. Con suerte se puede ver aterrizar un helicóptero en el helipuerto suspendido en el aire, a un costado, que hicieran famoso André Agassi y Roger Federer cuando jugaron allí un partido de tenis. La otra estructura suspendida es el restaurante Al Muntaha que nos esperaba para almorzar.
El calor puede ser agobiante -imposible en agosto, tolerable el resto del año-, por eso, a cada rato los mozos traen toallas heladas con menta para aplicarse en la cabeza y rostro. En la arena hay alfombras que bien podrían ser de las voladoras. Desde la playa se accede sin pagar entrada -los no huéspedes abonan 75 dólares- al Wild Wadi Water Park, el delirio de los más chicos y de quienes cultivan su niño interior. Hay treinta atracciones que van de suaves paseos en gomones para uno, dos o cuatro pasajeros, a cabinas individuales a las que le retiran el piso y el valiente cae verticalmente por un tubo a 80 kilómetros por hora hasta terminar en el agua. También hay piscinas con olas para surfear, baldes gigantes que se vuelcan sobre la gente y una curiosa pileta para sumergir los pies donde decenas de pequeños peces acuden a alimentarse de sobrantes de piel en dedos y talones, ofreciendo una pedicuría muy particular.
Al restaurante Al Muntaha, en el piso 27, sólo se llega por un ascensor exclusivo, exterior y panorámico. Con ventanales de piso a techo, no es apto para quienes sufran de vértigo, ya que funciona en una plataforma voladiza a 200 metros de altura. Pero una vez superada la sensación, se disfruta de una gastronomía de inspiración francesa y servicio excelente -entre los mozos atiende Marcela, de Río Cuarto- y una vista no solo de la ciudad, sino de la isla artificial con forma de palmera.
La Palmera Jumeirah, verdadero canto a los petrodólares, requirió un pequeño ejército de ingenieros y geólogos. Está formada por tres islas unidas: al tronco de más de dos kilómetros de largo, le siguen diecisiete frondas que parten de él y, rodeándolas, una gran isla en forma de anillo que funciona como un gigantesco rompeolas. Sólo el anillo demandó siete millones de toneladas de roca.
Y si Al Muntaha puede provocar vértigo, el restaurante Al Mahara en cambio, no es apto para claustrofóbicos ya que está en el subsuelo y ofrece una vista subacuática a través de un vitral en forma de acuario. El restaurante Al Lwan está en la planta baja, especializado en comida árabe, junto a la fuente de aguas danzantes, y el bar Gold 27ofrece cocina mediterránea en un ambiente a puro dorado y los sabores asiáticos en Junsui, un salón decorado con miles de cristales Swarovski.
Las 48 horas de lujo extremo llegaban a su fin. El Ipad de oro me intimidaba un poco, por lo que preferí el antiguo llamado a recepción para coordinar el check out. Mi próxima parada era un resort en el desierto, a 95 kilómetros, y pensé en alquilar un auto. Muy amablemente me dieron a elegir entre un Porsche Cayman, un Mercedes S65 AMG Coupé y una Maserati Gran Turismo, "como la de Messi", me aclaró la voz, sabiéndome argentina. Y me dio pena desilusionar al conserje pidiéndole que me trajera nomás la calabaza porque ya me habían dado las 12 y la fantasía de lujuria árabe había llegado a su fin.