Alelo Cuchin
Emotiva columna de Pablo José Hernández, nieto del tres veces exgobernador de Puerto Rico, Rafael Hernández Colón.
Nota de archivo: esta historia fue publicada hace más de 5 años.
PUBLICIDAD
COLUMNA
Alelo Cuchin, sin acento en la i, te rascaba la cabeza con fuerza y te asfixiaba con sus abrazos. Cuando lo hospitalizaron en noviembre, nos miró a Erwin, Hans y a mí y nos dijo, “qué mayor alegría que estar aquí con mis tres nietos”.
Él estaba triste y sorprendido por la crueldad espontánea del cáncer. “La vida da sorpresas, como cantaba Rubén Blades”, nos dijo. Le contesté que también está llena retos y luchas, como escribía Hernández Colón, en alusión al título de uno de sus libros.
Mantuvo su fe, aunque según el internet su condición no me lo prestaba por más de un año. En diciembre le pregunté por qué era tan devoto. Me contó que cuando era pequeño diagnosticaron a su madre con una enfermedad terminal, y él empezó a ir a misa diaria y orar intensamente. Su madre vivió cuatro décadas más, y en su mente racional eso constituía prueba de causa y efecto.
A raíz de su catolicismo, no era rencoroso. Reclutó jefes de agencia que lo habían atacado públicamente y en privado nunca habló mal de un adversario en su carácter personal. Creía en el perdón, aunque nunca perdonó a mi primo por llevarlo al cine a ver Austin Powers.
A pesar de ser Rafael Hernández Colón, podía ser una persona ordinaria. Corría bicicleta por Ponce en pantalones cortos de baloncesto, pero sin casco para cuidar su apariencia. Adoraba a su perrita Sara, la única que se atrevía a desobedecerlo—lo cual una vez causó que mi papá le recordase que “la perra no sabe que tú eres Hernández Colón”.
Muchos sostienen que ha sido el mejor gobernador desde Luis Muñoz Marín. En lo económico, logró la sección 936 (de la cual dependerían 300,000 empleos) y en su segundo término Puerto Rico era el segundo país con mayor crecimiento económico en el mundo.
En lo cultural, promovió nuestra identidad y cultura internacionalmente, y nos inspiró a creer que éramos tan capaces como el más capaz. Al retirarse pidió ser recordado “como una persona que tuvo y tiene una gran fe en el pueblo puertorriqueño”.
Como político era tenaz y excepcional. Rescató el PPD tras su primera derrota en 1972, modernizando el partido sin repetir los errores de la fracasada transición generacional de Muñoz y Sánchez Vilella que desembocó en división y derrota. Aunque perdió en 1976 y 1980, lo mantuvieron como candidato en 1984 y se convirtió en el único gobernador en regresar a La Fortaleza tras ser derrotado. Bajo su dirección, el partido era una institución con estructura, contenido y propósito, no un “reguerete de gente” corriendo bajo una insignia. Como admitiría Victoria Muñoz en 2018, cuando Hernández Colón había Partido Popular.
Nunca le acomplejó ser segundo a Muñoz, como me dijo un amigo, eso es un gran elogio. En 1972, mi abuelo llamó a Muñoz “la persona que yo más respeto y admiro”. Siguió su ejemplo y lloró su muerte. En las paredes de su oficina tenía colgado un cuadro del prócer al lado de una postal de Jesucristo. Lo honraba en lo político, defendiendo su obra y legado, y hasta en su selección de vinos—a veces para desgracia económica de mi padre a quien le tocaba pagar la mitad de la cuenta.
Alelo me enseñó lo que es amar a los puertorriqueños. Acabábamos de enterrar a mi abuela y salíamos del cementerio en carro, todos llorosos. Yo tenía 11 años y protesté que estaba cansado de compartir con cámaras y desconocidos—por dos días—la tragedia que representó la muerte de mi abuela a sus 60 años. “Estas personas amaban a Granma”, me dijo. "Vinieron a decirnos cuánto la querían, y hay que darles las gracias.” Hasta en los momentos más difíciles su prioridad era el pueblo, y mientras convalecía, siempre tenía palabras para agradecer a los doctores y enfermeros.
La mejor manera de honrarlo en este momento es agradeciendo el cariño que le demostraron durante esta batalla y citando a Muñoz—por supuesto—cuando enterró a su padre: “¡Borinquen! Tú amaste ese hombre. Tú le diste pruebas de cariño en vida y lo veneras en la muerte. Tú le alegraste de sus mejorías y te entristecías durante sus gravedades. Tú lloraste su muerte y regaste las flores de sus coronas con el llanto sincero de una inmensa pena. Tú lo quisiste; era parte de tu ser.” Yo era su nieto "y mi gratitud será eterna”.