El testimonio de sobreviviente del Titanic que se salvó por resbalar con grasa
“Yo hubiera deseado que nunca llegáramos a ninguna parte”.
Nota de archivo: esta historia fue publicada hace más de 1 año.
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En 1932 se cumplían 20 años del hundimiento del Titanic, para entonces la tragedia volvía a la conversación pública, como ocurre actualmente con la historia de los exploradores que fallecieron en el sumergible Titán en estos días.
A dos décadas del hundimiento del barco, la dama de la alta sociedad, Renée Harris –quien fue la primera mujer productora de teatro en Estados Unidos– se armó de valor y contó al mundo su testimonio como sobreviviente del Titanic.
“A bordo del barco había un espíritu de camaradería como nunca he visto en mis numerosos viajes. Los días pasaron rápidamente. Yo hubiera deseado que nunca llegáramos a ninguna parte”, recuerda Harris en una conmovedora narración que se publicó en medios de comunicación, como El Universal Ilustrado, el semanario de esta casa editorial.
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Harris se accidentó días antes del hundimiento: se resbaló con lo que describe como “grasa de un pastelillo” y asegurá que eso le permitió contar su historia, años después.
Renée cuenta a gran detalle la tragedia que vivió junto a su esposo, Henry B. Harris, un productor de Broadway y un caballero que la procuró a toda costa.
Harris recuerda que la noche del hundimiento “nos sentamos en nuestro aposento a jugar doble Canfield. Desde entonces no he vuelto a jugarlo...”
El Hundimiento del “Titanic”
21 de abril de 1932
Por Renée Harris
El hundimiento del “Titanic”, aunque de lejana recordación, ha vuelto a ser pasto de la publicidad en los Estados Unidos debido a las declaraciones de una de las supervivientes de esa hecatombe. Hemos tomado de “Liberty” esta dramática narración, maestra en la historia de las tragedias vividas, que pone, nuevamente ante los ojos del mundo, uno de los episodios más tremendos acaecidos en este siglo. El ILUSTRADO tiene verdadero orgullo en ofrecer este relato extraordinario a sus lectores.
Hace veinte años se dió la noticia de que el Titanic iba a hacer su primer viaje. Un hotel flotante, un palacio, el vapor más grande que jamás se hubiera construido, debía salir de Southampton el 1° de abril de 1912.
“Está compuesto de quince secciones con 16 compartimentos; cada sección está provista de un compartimento a prueba de agua y puede ser cerrado automáticamente por medio de una palanca, que en caso de peligro aseguraría la flotación del barco…”.
Tales eran los datos publicados en todas las partes del mundo por la White Star Line, y que intrigaban a los dos mil y pico de pasajeros que cabían en él. Entre ellos íbamos mi esposo y yo.
A bordo del barco había un espíritu de camaradería como nunca he visto en mis numerosos viajes. Los días pasaron rápidamente. Yo hubiera deseado que nunca llegáramos a ninguna parte. Las cenas, el juego de cartas, el baile, todo resultaba encantador. El tiempo continuó bueno hasta el sábado siguiente en que la temperatura bajó de tal modo que los entendidos comprendieron que nos encontrábamos en la región de los bancos de hielo. Hacía tanto frío que sólo unos cuantos se atrevían a salir a la cubierta.
Después del lunch, mi esposo me preguntó si estaba dispuesta a jugar una partida de póker. Jugamos en una cubierta abrigada que se encontraba al lado de la escalera principal. Cuando oí la llamada para “vestirse” me dirigí a mi camarote, pero resbalé creo que a causa de un resto de grasa dejado por un pastelillo. El resbalón me llevó sobre seis o siete gradas.
Menciono esto porque a él debo el poder contar esta historia.
Antes de que pudiera levantarme, varios caballeros se acercaron en mi ayuda. Me sentía bien, excepto un ligero dolor en el brazo derecho. Insistí en caminar hasta mi camarote sin ayuda y de pronto sentí que me abrazaban. Era mi esposo. No lo había visto porque estaba deslumbrada. Mandó a llamar inmediatamente al doctor del barco, quien declaró que mi brazo estaba roto.
Aun cuando empezaba a sufrir duramente, no quise permanecer en mi camarote e insistí en ir a cenar al cuarto Ritz. Me puse con dificultad mi traje de soirée, escogiendo naturalmente uno sin mangas.
Cuando entré al Ritz Room fui recibida por muchas personas a quienes ni siquiera conocía. La mesa que se nos señaló estaba cerca de la de Bruce Ismay, director de la White Star Line. Acababa de sentarme cuando entró el capitán Smith. No lo conocía. Al pasar frente a mí detúvose para cumplimentarme y se sentó en un asiento vacío de la mesa de Ismay. No permaneció ahí ni cinco minutos y al levantarse le pregunté si no pensaba quedarse a la fiesta. Respondió que debía volver al puente, pues la región porque atravesábamos estaba llena de icebergs. El capitán no tomó ni una copa, como ha dado en asegurarse. Al contrario, estaba atento únicamente a su oficio.
Después de cenar pasamos al cuarto de fumar. Estaba demasiado frío para mí y escogí el “lounge”. Tampoco me sentó y mi marido opinó que debía volver al camarote. De modo que entramos a las diez y media. No creía poder dormirme por lo que sufría, pero tampoco estaba dispuesta a tomar la morfina que el doctor me había recetado. De modo que con mi bata de baño puesta –lo mismo hizo él–, y una sábana, nos sentamos en nuestro aposento a jugar doble Canfield. Desde entonces no he vuelto a jugarlo.
Yo quedé enfrente de la puerta del closet, que estaba abierta. Veía mis trajes agitarse de tal manera que pregunté a qué velocidad íbamos. Mi marido dijo que sería a unos 24 nudos.
“Oh, pero es peligroso una velocidad semejante en medio de…”.
No acabé la frase. Un ruido muy perceptible. Luego el vapor se detuvo. Pregunté qué había pasado. “¡Nada, nada!”, contestó mi marido. Pero yo insistí en que un barco no se detiene en medio del Océano a media noche por ningún motivo.
Miró su reloj, eran las once y treinta. Le rogué que tratase de averiguar qué pasaba. No era que sintiese miedo, sino un extraño sentimiento causado por la quietud. No quería dejarme sola y le sugerí que atravesara el corredor y le rogase a la señora Futrelle que viniera a acompañarme mientras él regresaba.
Cuando iba a salir, entró la señora Futrelle en nuestro camarote intensamente pálida. Nos refirió que Jacques (su marido) le había dicho que estuviera lista para subir a la cubierta y había venido a ayudarme a vestir. No sabía lo que había sucedido, pero se habían dado ya órdenes para que los pasajeros abandonaran los camarotes.
Antes de que mi esposo regresara yo estaba casi vestida. Cuanto tardó es cosa que no podría decir, pero a mí me pareció un siglo. Estaba calmado, pero miraba de una manera muy extraña. Dijo a la señora Futrelle que regresara a su camarote, en donde estaba esperándola su esposo. Me explicó que no había que temer, pues aun cuando ya se había ordenado la repartición de salvavidas e iba a ponerme uno, era más bien una cosa de reglamento. Cortó la manga de mi blusa de franela y me colocó el saco de pieles alrededor del cuerpo con una manga colgando. Antes de ponerme el salvavidas me alzó con sus dos brazos fuertes y me dijo:
– Voy a llevarte a una lancha. Tan pronto como pueda te seguiré.
– En nombre de Dios, dime qué ha sucedido.
– No hay peligro, están echando las lanchas. Las mujeres primero.
– No bajaré si no es contigo. Sabes más de lo que estás diciéndome.
– Hemos chocado sencillamente contra un banco de hielo.
– Esperaré hasta que tú puedas seguirme– le dije con resolución.
En la puerta que conducía a la cubierta se hallaban dos oficiales armados quienes dirigían el movimiento de los pasajeros hacia las lanchas. Adelante de nosotros se hallaba una pareja. La mujer cruzó la puerta y el hombre estaba a punto de seguirla, cuando uno de los oficiales gritó:
– ¡Sólo las mujeres!
El hombre dijo: – Únicamente voy a dejar a mi esposa a la lancha. Yo me volví hacia mi esposo:
– ¿Por qué no alegas tú lo mismo?
– No, –contestóme– Debo obedecer las órdenes
Mi esposo se puso a convencerme de que yo debía ir sola, pero me rehusé. Pregunté al oficial a donde podríamos ir juntos.
– A la cubierta del puente– contestó.
– Hay espacio para dos más– fue lo primero que oí cuando llegué a la cubierta del puente. Vi a hombres que abrazaban a sus esposas sollozantes en el momento de ser bajadas a las lanchas salvavidas.
– Harris, ponga a su mujer en el próximo bote. Nosotros echaremos mano de las balsas. No hay tiempo que perder.
– Imposible– dije yo. – Me voy con él en la balsa.
– Será muy difícil tener cuidado de Ud. estando enferma del brazo, – respondió.
– Pero estoy dispuesta a exponerme– le dije.
Y así fuimos de bote en bote, viendo que todos iban con mujeres y contando yo las que quedaban, con la esperanza de que llegara el momento en que pudiésemos entrar ambos. De pronto me di cuenta de que sí había de aprovechar los últimos botes debía ir sola.
Nunca olvidaré aquel grito de almas torturadas. No quedaban sino unas cuantas mujeres. La última lancha había sido bajada y comenzaban a llenarse los primeros botes desarmables.
Observábamos como era bajado el segundo bote. Mr. Strauss y su esposa estaban en nuestro pequeño grupo. Mi esposo preguntó a la señora Strauss si estaba dispuesta a entrar en el otro bote y a tener cuidado de mí. Iba yo a decir algo cuando ella replicó:
– No dejo a mi esposo. Iré a donde él vaya.
Nos trasladamos a babor, pasando por el puente en donde el capitán se encontraba con el mayor Archibald Butt y el doctor. Vi el reloj: eran las 2:20 de la mañana. El capitán me miró asombrado:
– Señora, ¿por qué no entró Ud. en una lancha?
Yo únicamente repetía;
– No puedo dejar a mi esposo, no puedo dejar a mi esposo.
El doctor comentó:
– Esto es maravilloso.
Y el capitán;
– Es una tontería; lo que está haciendo es impidiendo que su esposo se salve.
– ¿Podría salvarse si me voy? – pregunté.
– Naturalmente. Hay muchas balsas en la popa y los hombres pueden salvarse en ella, a condición de que los dejen las mujeres.
– ¿Viene usted conmigo? –pregunté a la señora Strauss. Es lo que conviene para nuestros maridos.
– Siempre hemos estado juntos y no podemos separarnos. Usted es muy joven, querida. La vida significa mucho para usted. No espere a mi esposa.
No tuve tiempo para protestar. Sentí que me alzaban en vilo y que me arrojaban dentro del bote. Oí una voz que decía –Cachen a mi esposa. Tengan cuidado porque lleva un brazo roto.
El bote iba siendo bajado rápidamente. Miré hacía arriba y distinguir a mi marido, quien me arrojó una frazada. La había traído consigo desde que salimos del camarote. Cuando los remos tocaron el agua vi al pequeño grupo lanzarse violentamente hacia la popa. Luego cuatro, tres, dos, una. Obscuridad.
– ¡Cuidado con el remolino! ¡Cuidado con el remolino!
La exclamación ha seguido en mis oídos. Antes de un minuto nos hallábamos lejos y comprendí que los que se habían quedado no tenían oportunidad de salvarse. Vino el silencio completo…
Se han contado historias fantásticas sobre que la orquesta estuvo tocando “Más cerca de ti, Dios mío”, y que el ruido de las máquinas apagaba el tumulto de los pasajeros asustados. Soy la última persona que abandonó el barco, con excepción de los pocos varones que saltaron al mar y se salvaron a nado en las aguas heladas. No recuerdo haber oído ninguna música.