Los mosquitos europeos han invadido la Antártida. Se desconoce si llegaron en barco o en avión, en la ropa de un científico o en forma de larva dentro de algún recipiente con agua. La única certeza es que son un peligro potencial para el ecosistema y que no se puede utilizar insecticida para matarlos.

Científicos de Argentina, Brasil, Chile, China, Corea, Rusia y Uruguay se han unido para intentar erradicar a esta especie no nativa que se ha instalado en la isla Rey Jorge, y cuya presencia fue descubierta en 2006.

Dos de ellos, los uruguayos Martín Santana y Damián Hagopián, de la Facultad de Ciencias de la Universidad de la República, monitorean los lugares donde se encuentra este mosquito, que podría alterar el equilibrio del continente hasta un punto sin retorno.

Lucha de especies

Estos mosquitos son holometábolos, es decir, que tienen un desarrollo completo, por lo que las larvas pudieron viajar en el agua que una persona llevó para beber, luego puparon, se adaptaron y crecieron hasta convertirse en adultos, explica Hagopián.

Consolidada su invasión, lo más preocupante es que la especie provenga de una zona fría y que ya esté preadaptada a las condiciones de la Antártida.

"Lo que preocupa es que pueda adaptarse a las bases, que pueda sobrevivir el invierno acá y luego dispersarse en verano y generar el daño fuera", subraya Santana.

Durante la época de mayor calor hay muchas especies que sobreviven, ya que las condiciones no difieren mucho de la de otros países del mundo, pero que luego mueren por un frío que se ve en muy pocas zonas del planeta.

Otro de los problemas que existe con el mosquito invasor, el Trichocera Maculipennis, es que es más grande que el nativo, el Parochlus Steinenii.

"Al ver los tamaños en las larvas se puede asumir que una más grande va a precisar más alimento que una pequeña; entonces, se puede suponer que en proporción una larva del invasor podría comer lo que tres del nativo", cuenta Hagopián.

Así, el mosquito invasor ocupa parte del nicho del local y le reduce el alimento. "Esto no quiere decir que de un día para otro desaparezcan los mosquitos nativos y se llene del invasor. Es algo muy gradual pero puede llegar a ocurrir, es un potencial riesgo que corre el ecosistema", apunta.

Por el momento, las fases larvarias de estas dos especies no coinciden, aunque esto podría cambiar: "Es cuestión de tiempo, teniendo en cuenta cómo las temperaturas van subiendo, que puedan llegar a coincidir, y ahí sí podría llegar a ser un problema, porque estamos en un ambiente muy delicado. Si quitas una especie puedes desequilibrar todas las redes tróficas y empezar a perder especies en cascada", avisa.

Punto de no retorno

Las invasiones biológicas en los diferentes ecosistemas del planeta pueden generar diversas alteraciones y llevarlos a un punto del que ya no se puede regresar. En el caso de la Antártida, a esa problemática hay que sumarle las características especiales que tiene el lugar. "Este es un lugar muy sensible, podría provocar que el ecosistema se venga abajo", advierte Hagopián.

Cuanto más diverso es un ecosistema, más complicado es tirarlo abajo. Sin embargo, en un lugar como la Isla Rey Jorge, donde hay pocas especies, si desaparece alguna ya hay un cambio muy grande en la proporción.

Utilizando las muestras obtenidas en la etapa de monitoreo, se hace un análisis estadístico para estudiar dónde se concentran los mosquitos invasores y si hay algún tipo de patrón para poder establecer qué tipo de mecanismo de acción puede ser el más efectivo para tratar de erradicarlos.

Pese a esto, Santana anticipa que esta no será una tarea sencilla, porque la Antártida es un ambiente "muy complicado", en el que no se pueden utilizar químicos o insecticidas.

"Quedan en el ambiente, tienen un efecto residual y si estamos hablando de un ambiente tan delicado puedes estar haciendo más daño que lo que podría hacer el mosquito por tratar de combatirlo", subraya.

El trabajo antártico

Con estos problemas y desafíos en la cabeza, Santana y Hagopián llegan a la Antártida en un vuelo de la Fuerza Aérea uruguaya en el que también llegan otros científicos.

Un día antes, en la ciudad de Punta Arenas, en el sur de Chile, ambos ya dejan ver su pasión por los animales durante una caminata nocturna por la playa donde cada pocos metros se agachan entre los pastos a buscar bichos.

Una vez en la Isla Rey Jorge y sin dejar pasar mucho tiempo, los dos científicos comienzan a trabajar observando el estado de las trampas de pegamento colocadas en la base un año atrás.

La fosa séptica, el comedor y el almacén de la Base Científica Antártica Artigas (BCAA) son algunos de los lugares donde pueden encontrarse esos pequeños cartones de color blanco con detalles en verde.

Un par de días después, durante una caminata hasta las bases de Rusia y Chile, Santana y Hagopián avanzan a una nueva fase de su labor y colocan en el camino las trampas de caída, las que se hacen visibles mediante pequeños banderines rojos.

Consisten en pequeños recipientes que se entierran a nivel de suelo y en los que se coloca líquido fijador -alcohol con un poco de agua y detergente- para romper la presión superficial.

Además, ponen encima unas piedras como para generar un pequeño refugio, en el que intentan que ingresen los mosquitos cuando hay viento. Serán revisadas en 2021.

De esa forma, cumplen con parte de lo establecido para sus días en la Antártida y dan un nuevo paso para poder conocer el acercamiento que tiene este mosquito a los humanos, quienes recorren esos caminos.

Finalmente, en otro de los días de su estadía y vestidos con equipos amarillos preparados para la ocasión, ambos cambian la tierra por el agua y comienzan con el paso de una red para buscar larvas.

Con el deber cumplido, ambos retornan a Montevideo con las muestras obtenidas y afrontan un año de trabajo antes de que se emprenda un nuevo viaje a la Isla Rey Jorge, un lugar que consideran “mágico” y al que los dos quieren volver.