Postville. Los trabajadores de la planta de Agri Star no sabían que había un asesino entre ellos hasta que sus colegas empezaron a desaparecer.

Primero fueron los rumores de que los rabinos de la planta kosher de carne y pollo habían estado en cuarentena. Después, un hombre que trabajaba en el departamento avícola se enfermó. Había rumores de amigos de amigos que estaban siendo golpeados por fiebres altas y resfriados insoportables, algunos de los síntomas del nuevo coronavirus.

¿De dónde venía el contagio?

Nadie lo decía. Ni el dueño de Agri Star, que no paralizó las líneas de producción después de que se confirmaron casos positivos entre los trabajadores; ni la Administración de Seguridad y Salud Ocupacional de Iowa, que cerró una demanda con varias acusaciones contra la planta sin hacer una inspección; ni la gobernadora de Iowa, la republicana Kim Reynolds, cuya administración amenazó con procesar a los funcionarios que publicaran datos del coronavirus y que no ordenó hacer pruebas en la planta hasta siete semanas después de las primeras infecciones.

El misterio aterraba a Magdalena Toj García, una trabajadora de 36 años del departamento de carne vacuna a la que le preocupaba llevar el virus a su casa y contagiar a sus tres hijas. A John Ellingson, un concejal de una ciudad cercana, la situación le ponía furioso y estaba desesperado por saber si sus vecinos estaban en riesgo.

A Paraic Kenny, un genetista especializado en tumores, la enfermedad le intrigaba. El científico sabía que el asesino estaba dejando un rastro de pistas vitales tras de sí.

El coronavirus va mutando conforme conquista nuevas víctimas. Las partículas infecciosas que se alojan en la nariz de un paciente contienen diferencias pequeñas pero distintivas del genoma que pueden ser usadas como un código de barras molecular para rastrear de dónde viene el virus y cómo se ha transmitido. Al leer el ARN del virus, Kenny pudo revelar la conexión entre los casos y exponer la expansión secreta de la enfermedad.

La verdad sobre lo que pasó en Agri Star -y en todo Estados Unidos- está escrita en ese código.

El detective del virus

Diminuto, sigiloso y hábil para aprovecharse de las vulnerabilidades humanas, el nuevo coronavirus parece estar diseñado para sembrar el caos. Las espículas de su superficie encajan casi como una llave en los receptores que abren nuestras células y convierten nuestros órganos en fábricas para su propia reproducción, poniendo nuestra maquinaria molecular a trabajar para construir sus proteínas y transcribir su genoma. En 24 horas puede inundar el tracto respiratorio humano con un billón de copias de sí mismo.

Y con el ingenio de milenios de evolución, el virus explota nuestros hábitos más humanos. Al viajar de manera invisible a través de la respiración de sus víctimas se expande más eficientemente en los lugares donde nos concentramos para trabajar, comer o rezar.

“Es una increíble máquina de la evolución dedicada a hacer más copias de sí misma”, dijo Kenny. “Y tristemente es muy bueno haciendo eso”.

Nacido en Irlanda, el científico que todavía tiene un leve acento irlandés llegó al medio oeste estadounidense desde El Bronx tras decidir que quería educar a su hijo en un lugar que se pareciera más a su casa. Desde hace cinco años es el director del Centro Kabara, un instituto de investigaciones sobre el cáncer, en el Sistema de Salud de Gundersen, en La Crosse, Wisconsin, donde practica lo que él llama “ciencia de ciudad pequeña”. Allí secuencia el genoma de los tumores de sus pacientes para determinar qué terapias podrían funcionarles y sigue leyendo artículos científicos para mantenerse al día con los avances que suceden en el mundo.

Pero de repente, en marzo, el sistema de salud rural de Gundersen tuvo que hacer frente a una enfermedad que ningún médico había visto antes. Todos los laboratorios no esenciales, incluyendo el de Kenny, cerraron.

“Estábamos viendo esto y me preguntaba si había algo que pudiéramos hacer con la experiencia y los equipos que tenemos”, recuerda Kenny.

Ahí fue cuando recurrió a un campo emergente llamado epidemiología genómica.

El coronavirus es mucho más sencillo que una célula viva -un poco más que una cápsula de proteína que protege un paquete de material genético. Las cerca de 30,000 letras “nucleótidas” de ese genoma transportan toda la información que el virus necesita para sobrevivir. Pero de vez en cuando, quizás cada dos semanas, el virus comete un error al replicarse, introduciendo una mutación al código. Una vez que se produce una mutación se quedará en el genoma del virus y en su futura descendencia, una pista que puede revelar cómo se ha expandido.

Estos cambios en una letra rara vez modifican el modo en el que se comporta el virus. Pero las características compartidas ayudan a reconocer a los miembros de una misma familia y los investigadores usan las mutaciones para agrupar las muestras en varias subcepas del virus.

Sus hallazgos pueden ayudar a descifrar qué infecciones están relacionadas entre sí y a exponer los vínculos invisibles a los rastreadores tradicionales.

Kenny no estaba seguro de qué encontraría en el genoma del SARS-CoV-2. Pero sería información, evidencias objetivas en una pandemia plagada de ofuscación e incertidumbre. Creía que tenía que intentarlo y convirtió su laboratorio en una instalación de secuenciación del coronavirus. Pidió los químicos y kits necesarios para estudiar genomas virales y solicitó aprobación del consejo de revisión institucional de Gundersen para secuenciar muestras tomadas de pacientes del sistema de hospitales y clínicas.

Los primeros viales del virus llegaron a principios de abril. Los transportó una compañía de envíos en una nevera con hielo. Secuenciarlos fue una operación de varios pasos que tomó casi 48 horas, pero los datos eran más útiles cuanto más rápido estuvieran disponibles. Para que el proceso pudiera seguir en marcha, Kenny manejaba hasta su laboratorio a altas horas de la madrugada para pipetear con cuidado las muestras en chips de secuenciación mientras el mundo a su alrededor dormía.

Cuando finalmente tuvo los resultados, Kenny subió cada genoma a una base de datos global y después organizó las secuencias en un árbol genealógico del coronavirus. Esto le permitió identificar las subcepas distintivas que habían llegado a la región de brotes de todo el mundo.

Dos subcepas encontradas en La Crosse y en Postville compartían una mutación distintiva, lo que señalaba que ambas procedían del mismo linaje genético principal.

En el momento en que los virus llegaron al medio oeste habían adquirido mutaciones clave que Kenny pudo usar para rastrear cada subcepa.

Cada variante del virus actúa como una chispa; si aterriza en un lugar con poca leña -por ejemplo, alguien que practica el distanciamiento social y que puede ponerse en cuarentena en cuanto se da cuenta de que se ha contagiado- se extinguirá pronto. La mayoría de las subcepas que Kenny secuenció, incluida la variante de La Crosse, solo aparecían unas pocas veces en sus datos, lo que sugería que esas chispas pudieron ser extinguidas rápidamente.

Pero la subcepa de Postville, caracterizada por tres mutaciones distintivas, una combinación que no se ha visto en ninguna otra parte del mundo, aparecía una y otra vez, adquiriendo mutaciones adicionales sobre la marcha.

Kenny encontró 27 casos, la mayoría de Postville y los alrededores.

“Pensé: ‘Guau. Esto es una locura, una situación fuera de control’”, dijo Kenny. “El hecho de que estén todos... agrupados en este árbol indicaba realmente que hubo una introducción única en la región que se estableció y expandió”.

El científico empezó a rastrear los documentos que acompañaban las muestras del virus. Aunque los pequeños viales no tenían registros de nombres, venían con datos médicos bastante detallados. Los pacientes tenían entre 7 y 80 años y los síntomas que habían sufrido iban de resfriados leves y dolores de cabeza a dificultad para respirar y fiebres fuertes.

Pero lo más interesante era esto: la mayoría de los pacientes infectados con esta subcepa trabajaban en Agri Star o vivían con algún empleado de la compañía.

Kenny se dio cuenta de que algo había salido muy mal en Postville, algo que echó gasolina para que una chispa del virus se convirtiera en un infierno.

El brote

Magdalena Toj García llevaba más de una década trabajando en Agri Star. Iba seis días a la semana a cortar cadáveres de animales y a limpiar los restos, para lo que tenía que llegar antes del amanecer y se iba mucho después de que hubiera oscurecido. Cuando supo de la presencia del virus, quería una cosa: una máscara.

“No”, le dijo una supervisora. “Sólo se las vamos a dar a los enfermos”.

“Si yo quiero una mascarilla es precisamente para eso, para no enfermarme”, insistió Toj.

Pero la respuesta siguió siendo que no.

“Eso es mentira”, dijo el dueño de Agri Star, Hershey Friedman, al ser preguntado por el incidente. Según él, a todos los trabajadores se les exigía llevar mascarilla en sus instalaciones.

La encargada de salud, seguridad y recursos humanos de Agri Star, Diane Guerrero, aclaró después que en marzo la planta seguía las guías de los Centros para el Control y la Prevención de Enfermedades (CDC, por sus siglas en inglés) de que solo la gente enferma debía llevar cubrebocas. La planta no adoptó la recomendación general de uso de mascarilla universal hasta que esa agencia lo recomendó el 3 de abril.

Tanto Friedman como Guerrero dijeron que la compañía llevó a cabo numerosas medidas para proteger a sus 575 empleados. La planta puso avisos con información de salud pública en sus instalaciones, duplicó el número de dispensadores de gel desinfectante e instaló barreras entre puestos de trabajo. Una escuadrilla de trabajadores a los que se les denominó “la cruzada del covid” limpiaba las superficies. Desde principios de abril, comenzaron a tomar la temperatura de todos los empleados y a preguntarles por su salud antes de que entraran a trabajar.

Si algún trabajador de la planta se infectó, le dijo Friedman a The Washington Post, no fue en el trabajo. “No hubo ningún caso de covid-19 en nuestras instalaciones”, dijo.

Pero Toj y varios de sus colegas a los que les diagnosticaron coronavirus cuentan una historia diferente.

Aunque la compañía dijo que hizo rastreo de los contactos cercanos de contagiados, algunos de sus empleados dicen que no supieron que se había confirmado la presencia del virus en la planta.

A mediados de marzo, Agri Star confirmó los primeros casos positivos de coronavirus en Postville. Eso afectó la convivencia entre sus habitantes de distintos orígenes: los judíos ortodoxos que ayudan a manejar la planta, los inmigrantes de Somalia, México y América Central que constituyen buena parte de su fuerza laboral y los blancos descendientes de granjeros alemanes y escandinavos que fundaron la ciudad generaciones atrás.

Hace 12 años, la planta fue objetivo de una de las mayores redadas del Servicio de Inmigración y Control de Aduanas de la historia. La ciudad se recuperó después de que Friedman, un magnate canadiense, sacara a la planta de la bancarrota en 2009, pero los efectos de la redada todavía se sienten en que mucha gente solo hace vida dentro de sus propios grupos étnicos.

Las pocas conversaciones que se tienen sobre coronavirus son en voz baja.

“[El] problema de las personas es que no quieren hablar”, dijo un ranchero cuya esposa, empleada de Agri Star, tuvo que ser hospitalizada por covid-19 durante más de una semana.

Agri Star reconoció tres casos tempranos de coronavirus relacionados con la planta en un breve comunicado a The Yeshiva World, una publicación online judía ortodoxa. Pero Toj y sus colegas, muchos de los cuales casi no hablan inglés, no leyeron el artículo. Guerrero dijo que la compañía les informó a los supervisores que notificaran a cualquiera que trabajara cerca de las personas que salieron positivo. Pero seis trabajadores que se enfermaron le dijeron a The Washington Post que nadie en la planta les advirtió de su potencial exposición ni les preguntó si alguien más podría haberse infectado. A los trabajadores les tocó tomar decisiones sobre los riesgos basadas en rumores y retazos de información.

“Ellos ya quedaron contagiados y como no se van a dar cuenta, ellos van a contagiar a más”, dijo Toj.

La clínica más cercana a Postville tenía tan pocas pruebas de covid-19 que muchos vecinos fueron enviados al hospital principal de Gundersen en La Crosse, donde trabaja Kenny, a más de una hora de distancia.

Toj le dijo a su esposo, Rudy Pérez, que creía que Agri Star debería haber hecho sus propias pruebas. Si los trabajadores hubieran sabido que la enfermedad estaba allí, se podrían haber protegido.

La compañía dijo que le pidió al estado hacer pruebas a sus trabajadores el 20 de abril, más de un mes después de que se confirmaran las primeras infecciones relacionadas con la planta.

Antes de eso, los ejecutivos de la planta les pidieron a los empleados que se quedaran en casa si tenían síntomas, dijo Pérez. Pero esa no parecía una opción muy realista para los trabajadores de salarios bajos de Agri Star que, como cerca de un cuarto de la fuerza laboral estadounidense, no tiene acceso a baja por enfermedad remunerada. La ley de emergencia para el coronavirus que se aprobó en marzo incluía la obligatoriedad de licencia por enfermedad pagada, pero no incluía a negocios de más de 500 empleados como Agri Star, aunque a estos se les ordenara entrar en cuarentena.

Toj decidió encargarse ella misma de la situación y compró seis mascarillas para ella y su esposo. La pareja se bañaba nada más llegar a casa del trabajo y bebía frecuentemente té caliente con limón con la esperanza de que eso ahuyentara a la enfermedad.

La mañana de un viernes de principios de abril, un supervisor de la planta les pidió a Toj, Pérez y a otros empleados limpiar a fondo las oficinas, baños y el área de comidas que usaban los rabinos, que no estaban yendo a trabajar. Según Toj, el supervisor no les preguntó si habían usado material protector hasta que habían terminado.

Una empleada dijo que le dieron una máscara pero que estaba tan manchada de sangre de su trabajo en el matadero que se la tenía que retirar para poder respirar. Toj, sin embargo, dijo que no le dieron ninguna protección.

Según Guerrero, la política de la compañía es ofrecer material a los trabajadores en función a sus tareas diarias. Cuando dicen lo que tienen que hacer, “a todos se les dota de material adecuado”, dijo. “Nos preocupa que decidan ponérsela o no”.

Toj recuerda que días después de la limpieza empezó a sentirse “demasiado mal... y mal y mal”. Pese a que Guerrero dijo que la planta pidió a los empleados reportar si tenían síntomas, Toj intentó sobreponerse a la enfermedad por temor a que la pudieran despedir si no se presentaba a sus turnos. Pero el virus se estaba estableciendo en sus células, nublándole la cabeza y agotándola de fatiga.

Más tarde, comenzó a notar cómo su pecho se tensaba hasta que no podía respirar. Salió corriendo de la planta en búsqueda de aire.

“Me asusté”, le dijo a su esposo. “Yo voy al hospital. Yo necesito saber si tengo eso”.

El diagnóstico llegó dos días después para ambos: positivo.

Toj llamó a una amiga con la que había limpiado las habitaciones de los rabinos. Ella también había sido diagnosticada con el virus y su esposo tenía fiebre y creían que también podía estar infectado. Al menos otros dos miembros del equipo que fue asignado para esa limpieza también dieron positivo a las pruebas, dijo Toj, y el resto tenía síntomas.

Las dos mujeres creen que se contagiaron en Agri Star. “Nosotros no salimos a ninguna otra parte: de la casa al trabajo, de la casa al trabajo, así”, dijo la amiga de Toj, quien habló en condición de anonimato por miedo a perder su empleo.

Toj envió a sus hijas a vivir con su madre mientras ella y su marido combatían el virus. Pasaron tres semanas postrados en la cama. Y las facturas seguían llegando: renta, comida, $300 por la radiografía del tórax que tuvo que hacerse... Echó un vistazo a sus pocas pertenencias, tratando de encontrar algo para vender. Hizo una lista mental con los amigos que podrían ayudarla y llamó a su jefe de Agri Star para pedirle asistencia financiera. Pero la ayuda nunca llegó.

La compañía dijo que no tiene registro de la solicitud de Toj.

Cifras ocultas

Diecisiete millas al norte de Postville, en Waukon, el concejal John Ellingson apenas podía salir de su casa en abril sin ser bombardeado con preguntas por parte de ciudadanos preocupados. “John, ¿qué sabes?”, le preguntaban sus vecinos en el supermercado o si le encontraban en una mesa del Café S&D en Main Street. “¿Qué está pasando?”

Al igual que él, habían estado haciendo seguimiento del inusualmente alto número de casos para ese área rural, que tenía tantos casos positivos per cápita que casi igualaba las cifras de Manhattan. Sin embargo, en un lugar tan extendido como Allamakee, esos casos podían ser desde el vecino de al lado hasta otro a una hora de distancia. Ellingson dijo que a los ciudadanos no les bastaba con saber que el virus estaba en el condado sino que necesitaban saber dónde exactamente.

Pero cuando el concejal republicano pidió al departamento de salud del estado que le dieran un desglose de las infecciones en cada una de las 18 localidades del condado, se negaron.

Las autoridades dijeron que eso violaría las leyes de privacidad médica pese a que muchos otros estados estratifican los casos por código postal. El estado ni siquiera quería decirle a Ellingson cuántos casos había en su propia ciudad. Cuando insistió, el departamento dejó de devolverle las llamadas.

Los números que ofrecía la gobernadora en sus conferencias de prensa diarias eran “casi inútiles”, dijo Ellingson. “Era más un show político que algo informativo para los ciudadanos”.

¿Y sus vecinos?

“Estaban encabronados”, dijo Ellingson, “de saber que el gobierno tenía información que no estaba dando”.

En la búsqueda de lo que parecía una respuesta simple a una pregunta obvia, Ellingson se topó con lo que los científicos dicen que es una de las barreras principales para controlar la pandemia: una carencia de datos extrema. Hay pocos estándares nacionales para recolectar y reportar casos y hospitalizaciones. Una revisión de los datos de los brotes que dirigió el exdirector de los CDC Tom Frieden encontró que ningún estado revelaba ni la mitad de lo que los expertos en salud consideran los “15 indicadores esenciales” para controlar una enfermedad. Conforme el gobierno ha ido cambiando su sistema de reporte de casos de coronavirus, los números han desaparecido de las webs de los CDC. Las organizaciones de noticias han tenido que poner demandas para solicitar información de la disparidad de las muertes por coronavirus en función a la raza. Y en muchos condados de Florida, las autoridades no han querido decir a los padres si había casos de coronavirus en las escuelas de sus hijos.

Iowa no es la excepción. El estado se ha negado a publicar su plan para la pandemia, que guía su respuesta al coronavirus, alegando que es un documento “confidencial”. El tablero de datos sobre covid-19 del departamento de salud no incluye hospitalizaciones de trabajadores sanitarios o brotes en instalaciones en las que se congregan personas como albergues de indigentes o prisiones.

En julio, el auditor estatal Rob Sand aseguró que el sistema de Iowa para reportar los resultados de las pruebas de coronavirus estaba plagado de “prácticas ilegales y poco profesionales, ineficiencias y aparentemente riesgos sin sentido”. Además, criticó el uso de las leyes de privacidad de Iowa para justificar su secretismo.

“Si vives en esta ciudad, literalmente estás tomando decisiones que afectan a tu salud”, dijo Sand. “Y tienes a gente como [los funcionarios] del estado de Iowa o las compañías empacadoras de carne que están describiendo falsamente lo que la ley les permite hacer para proteger el hecho de que no quieren dar información”.

En el momento en el que Ellingson hizo su solicitud de datos, las autoridades de Iowa ya habían recibido advertencias sobre Agri Star. Semanas antes, un trabajador anónimo llamó a la Administración de Seguridad y Salud Ocupacional de Iowa (IOSHA, por su sigla en inglés) para reportar que los empleados habían estado expuestos a rabinos que habían dado positivo al virus, uno de los cuales estaba “muy gravemente enfermo”. Unos días después, un abogado de la organización Iowa Legal Aid informó a IOSHA que dos trabajadores de Agri Star habían dicho que la planta no era segura. Según una queja presentada el 3 de abril, que se conoció a través de una solicitud de acceso a la información pública hecha por The Washington Post, los empleados trabajaban codo a codo y sin equipos de protección.

“A varios empleados se les pidió venir a trabajar pese a que estaban enfermos”, se lee en la demanda. “Los gerentes les están diciendo a los trabajadores que el covid-19 es mentira y que se lo ha inventado el gobierno”.

IOSHA nunca visitó la planta para investigar las denuncias; las visitas presenciales en Iowa habían sido limitadas por la pandemia. En su lugar, la agencia le pidió a Agri Star una respuesta por escrito.

“No todos entienden el valor de que nuestras operaciones sigan en marcha, pero podemos asegurarles que hemos tomado medidas preventivas para asegurarnos de que nuestros empleados están seguros”, escribió Guerrero en una carta el 14 de abril. La responsable de recursos humanos negó las acusaciones de la demanda y ofreció una larga lista de medidas que dijo había adoptado la compañía, entre ellas demostraciones de cómo lavarse las manos y máscaras caseras. La denuncia fue cerrada administrativamente.

Guerrero recuerda que los primeros meses de la pandemia fueron caóticos. Nunca antes había tenido que manejar una crisis de salud de esta magnitud — nadie había tenido que hacerlo — y el gobierno no dio mucha ayuda. El Departamento de Trabajo y los CDC no dieron ninguna guía específica para las plantas empacadoras de carne hasta el 26 de abril. El Departamento de Salud de Iowa rara vez se comunicaba con ella para identificar nuevos casos y rastrear los contactos y Guerrero tuvo que improvisar una hoja de cálculo con el número de trabajadores contagiados por su cuenta. Cuando salía de la planta, dijo, parecía como que el resto de la ciudad no tomaba ningún tipo de precauciones.

“Nadie nos podía guiar sobre cómo manejar esto”, dijo. No fue hasta el 5 de mayo, más de siete semanas después de que se diagnosticaran los primeros casos en Postville y 15 días después de que Agri Star pidiera ayuda, que el estado envió a una escuadra a la planta para hacer pruebas. Más de 450 trabajadores se sometieron a ellas para saber si estaban infectados o si lo habían estado en el pasado.

Iowa no hizo públicos los resultados de esas pruebas y se los envió a la compañía sin ofrecerles ninguna interpretación ni guías de cómo tratar los brotes.

La política del estado, que articuló la vicedirectora del Departamento de Salud Pública, Sarah Reisetter, en una conferencia de prensa el 27 de mayo, es revelar los brotes en lugares de trabajo como plantas procesadoras de carne si el 10 por ciento de sus trabajadores da positivo en las pruebas, y solo cuando son preguntados específicamente por periodistas. (Se considera que las residencias de ancianos tienen un brote cuando al menos tres personas han dado positivo). El estado rechazó las solicitudes de información de datos que hizo The Washington Post sobre el caso de Agri Star.

“No ofrecimos ningún tipo de información [sobre ciudades como Postville]”, dijo Polly Carver-Kimm, exportavoz del departamento de Salud de Iowa.

La funcionaria dijo que el secretismo es una regla no escrita. Según Carver-Kimm, el director de comunicaciones de la gobernadora no le dejaba hablar a la prensa sin su consentimiento y cree que tomaron represalias en su contra por hacer su trabajo: hablar con periodistas y revelar información vital sobre el covid-19.

Después de 13 años en ese trabajo, Carver-Kimm renunció en julio. Este mes presentó una demanda por despido indebido contra Iowa alegando que le obligaron a irse tras presionar para ofrecer más datos sobre el covid-19 al público.

Pat Garrett, director de comunicaciones de Reynolds, rechazó responder a una lista detallada de preguntas sobre la respuesta del estado y se limitó a emitir un breve comunicado en el que dijo: “El estado de Iowa trabajó para hacer pruebas en todas las instalaciones de procesamiento de carne en Iowa. Regularmente reportamos brotes en empacadoras de carne si, tras hacer las pruebas, hay un 10 por ciento de positivos en la fuerza laboral”.

Después de un esfuerzo de más de un mes, Ellingson finalmente consiguió el número de casos desglosados por código postal hasta el 12 de mayo: Postville tenía 87 casos de los 97 registrados de covid-19 en el condado de Allamakee.

De Waukon eran solo 3.

El concejal publicó los números en Facebook y les dijo a sus vecinos que planeaba actualizarlos cada pocos días. Pero luego descubrió que a los trabajadores del condado que le habían compartido los datos les habían amenazado con multarlos, despedirlos e incluso mandarlos a la cárcel por violar las leyes de privacidad médica.

Ellingson dejó de pedir los datos. Desde entonces, el número de casos en Postville no se ha hecho público.

Descifrando el caso

Toj y Pérez estuvieron tres semanas luchando contra el coronavirus. Su hija mayor aparentemente también se contagió: la joven de 14 años perdió el sentido del gusto por varios días.

Pero lo que más les asustó fue cuando la madre de Toj se enfermó. Pasó seis días en el hospital con un tubo de oxígeno que le asistía en la respiración. Toj dijo que se recuperó porque Dios la protegió. En todo este tiempo, Dios era el único que les protegía.

La trabajadora regresó a la planta por primera vez a finales de abril y se encontró con una Agri Star muy cambiada. En todo el edificio había carteles sobre la importancia de lavarse las manos, en el suelo se habían demarcado nuevos puestos de trabajo para ayudar a la gente a mantener el distanciamiento social y a cada empleado se le entregó una máscara casera.

“¿Ahora sí necesitan su mascarilla?”, se preguntó Toj, molesta. “Y seis pies de distancia. ¿Para qué hacían eso? Si ya todos nos habíamos contagiado. Incluso hubo muchos que estuvieron contagiados y no se dieron cuenta”.

Pero Kenny sí se estaba dando cuenta. Montó una gran gráfica con los brotes de coronavirus en la región en una pizarra de corcho en la pared de su oficina en La Crosse. Diminutos puntos de colores representaban los casos de los que disponía el genoma. Unas líneas finas los conectaban en función a las mutaciones que compartían.

Al mirar al grupo de Postville, un conjunto de 27 pequeños puntos amarillos conectados por tres mutaciones distintivas, él tenía claro qué había pasado. La subcepa comenzó con un caso único. Pero las condiciones de hacinamiento de la procesadora de carne hicieron explotar al virus.

“Una introducción única viral llevó a una propagación descontrolada en las instalaciones”, escribió Kenny en un estudio en la web MedRxiv, donde los científicos comparten investigaciones en borrador que todavía no han sido publicadas en un documento revisado por sus pares. Su trabajo, dijo, muestra “el daño colateral de la expansión generalizada de la enfermedad del epicentro de una planta empacadora de carne a una región más amplia en el medio oeste”.

Varias líneas de pruebas sitúan a Agri Star en el epicentro de este brote, explica Kenny. El hecho de que pacientes de las diversas comunidades étnicas de Postville estuvieran infectados por la misma subcepa, pese a vivir, comprar y rezar en diferentes lugares, sugiere que contrajeron la enfermedad en uno de los espacios que compartían: la planta.

También es clave que Kenny encontró a un matrimonio en el que marido y mujer tenían variantes “claramente distintas genéticamente” de la subcepa de Postville. Generalmente, las parejas se infectan entre sí, por lo que tienen versiones idénticas del virus. Pero en este caso, cada uno se contagió por su parte, lo más probablemente en la planta donde trabajaban.

“Creo que uno tiene que saltar muchos aros mentales para no llegar a la conclusión de que la planta fue un nexo significativo para la expansión”, dijo Kenny.

Como los resultados de Kenny todavía no han pasado la fase de revisión por pares, The Washington Post preguntó a siete investigadores independientes que evaluaran sus hallazgos. Todos coincidieron en que Kenny tenía evidencias de un grupo de casos muy cercanos y relacionados, aunque algunos apuntaron que una muestra mayor y más representativa podría fortalecer sus conclusiones.

También resaltaron un aspecto fundamental: aunque Kenny encontró claramente una cadena de virus conectados genéticamente en personas que trabajaban en Agri Star o estaban relacionadas con ellas, un análisis como el suyo no puede mostrar categóricamente cómo llegó el virus a la planta o cómo se infectaron los individuos exactamente. Esos detalles puede que nunca se sepan.

Sin embargo, una explosión de casos genéticamente vinculados es exactamente lo que los científicos esperarían de condiciones como las que describen los trabajadores, dijo Bronwyn MacInnis, una viróloga del Instituto Broad de Boston.

MacInnis, quien ha trabajado en investigaciones de epidemiología genómica durante epidemias de zika, malaria y ahora con el coronavirus, apunta que se cree que la gran mayoría de casos de covid-19 son generados por situaciones de “súper propagadores”, donde grandes grupos se reúnen en áreas cerradas. Los datos de Kenny, dijo, “muestran que ese fue el caso en este escenario”.

Con la esperanza de poder ayudar en la respuesta del gobierno, Kenny llevó los resultados de su investigación a una coalición de departamentos de salud locales, incluidas a las autoridades del condado de Allamakee. En otros países, la epidemiología genómica ha ayudado a identificar cadenas de transmisión para que las autoridades pudieran frenar la expansión del coronavirus.

Pero en Estados Unidos, pocos departamentos de salud se han aprovechado plenamente de esta herramienta innovadora. Hasta donde Kenny sabe, nadie del condado de Allamakee ni del estado de Iowa ha tomado ninguna decisión basada en sus evidencias genéticas.

Y el virus siguió expandiéndose. Kenny identificó la subcepa de Postville en pacientes de 15 ciudades en tres estados. Un caso fue detectado por investigadores en Ecuador en julio. Según Kenny, al menos una persona infectada con esa subcepa ha muerto.

Tanto Agri Star como el estado de Iowa sabían que muchos trabajadores de la planta se habían enfermado, según pudo saber The Washington Post. Las pruebas que hicieron en mayo a 463 trabajadores revelaron que había 12 casos activos de covid-19 y que al menos 106 personas tenían anticuerpos, una evidencia de una infección pasada. Agri Star recibió los resultados de análisis de otros 49 casos positivos en los tests de anticuerpos que Iowa no reportó en los números totales de contagios en el condado.

“Eran muchos positivos por anticuerpos”, dijo Gigi Gronvall, una inmunóloga de la Universidad Johns Hopkins experta en pruebas serológicas. Las cifras sugieren que “tuvieron un brote y continuó por un tiempo”.

No está claro el motivo por el que el estado no reportó todos los casos positivos de las pruebas de anticuerpos. Pero entre el 20 por ciento y el 29 por ciento de los trabajadores de Agri Star contrajo el coronavirus entre mediados de marzo y principios de mayo. Esas cifras, que confirma Guerrero, claramente exceden el número que recomiendan los CDC para definirlo como un brote: dos o más casos de la enfermedad vinculados entre sí. Y probablemente también cumplen con el umbral del 10 por ciento de Iowa.

Expertos en salud y activistas que defienden a los trabajadores han criticado las mediciones de Iowa, que se adaptaron de una vieja política para hacerle seguimiento a los brotes de gripe en las escuelas.

El covid-19 es mucho más contagioso y virulento que la gripe, dijo Jan Flora, un profesor de sociología de la Universidad Estatal de Iowa. “Usar ese mismo umbral significa que el estado y la planta empacadora de carne siempre intentarán cerrar la puerta del establo después de que el caballo haya escapado”.

Al rechazar la solicitud de información de The Washington Post sobre el número de infecciones en Agri Star, el Departamento de Salud Pública de Iowa dijo que solo publicaba datos sobre los lugares de trabajo en los casos de “infección viral activa”. En otras palabras, como el estado tardó tanto en hacerles pruebas a los empleados, el pico del brote ya había pasado, así que Iowa nunca tuvo que reconocer que había ocurrido.

Los casos en el condado de Allamakee están disparándose. Con más de 27 nuevos contagios diarios por cada 100,000 habitantes, Iowa tiene una de las tasas de infección más altas del país.

El estado también tiene unas de las restricciones más flojas de todo el país. Reynolds ha rechazado una recomendación de la fuerza especial de la Casa Blanca de emitir una orden para que llevar mascarilla sea obligatorio en el estado. Los bares permanecen abiertos en todos los condados menos seis y las escuelas públicas están obligadas a tener al menos la mitad de sus clases presenciales. Como el estado no reporta brotes en colegios, una pareja de Ames ha decidido llevar ese recuento por su cuenta y está registrando los casos de coronavirus en el sistema de educación pública de Iowa; hasta el 16 de septiembre habían encontrado 473 estudiantes y 246 empleados contagiados.

Muchos en Postville creen que el peligro ya ha pasado porque ninguna autoridad les ha dicho lo contrario. En las pequeñas calles de la ciudad es raro ver a gente con mascarillas. Toj y Pérez han vuelto a su iglesia donde se dan la mano, comparten los cuadernos de himnos con otros feligreses y cantan con las caras descubiertas.

“Es triste”, dijo Kenny. Lo que él ha encontrado en el genoma no solo es una historia de transmisión del coronavirus en la región, sino también un registro de los fallos humanos, de errores, advertencias desatendidas y falta de información en los primeros meses de la pandemia. Al exponer lo que no funcionó, mostró una guía para hacer las cosas bien.

“Pero no aprendemos de nuestros errores”, dijo. “Y definitivamente no aprendemos de la ciencia”.