Su historia es la historia de cualquier mascota desamparada. Podría haberse llamado Nani, Cuqui, Chispi o Rosarito; Max, Blacky, Duque o Nerón. Podría haber sido perro, gato, ave o hasta un conejito porque eso no es lo que importa y, a fin de cuentas, son detalles que, francamente, resultan intercambiables. Lo importante es que este cuento trata sobre una mascota –en este caso, una perrita– que dejó una huella indeleble en sus humanos y nadie nunca la olvidará.

Estas son sus memorias, reales o imaginadas, ¡lo mismo da! Léanlas en familia y compártanlas, pero, sobre todo, permitan que toquen sus corazones. Les garantizo una Navidad llena de emotividad y compasión, de entrega y de lealtad. En fin, una Navidad rebosante de amor.

“Hoy, daría yo la vida por tener quien me quisiera”. Así pensaba yo cuando una noche deambulaba solita por una carretera oscura y desolada. Llevaba días tratando de orientarme, buscando a ver cómo encontraba agua y comida porque, la verdad sea dicha, ya me sentía desfallecer.

Yo no sabía de edades ni de años ni de días, pero sabía que todavía era una cachorrita porque, por aquella época –lo recuerdo bien claro– a cada rato se me caían dientes y muelitas.

El caso es que aquella noche me sentía bien solita y tenía mucho miedo. Entonces, en medio de la oscuridad, me pareció distinguir en el cielo una luz que brillaba con más fulgor que las demás. “¿Será una señal?”, me pregunté. Como no tenía otra opción, decidí orientarme por esa luz a ver a dónde me llevaba.

Con pasos débiles, siguiendo el intenso fulgor, continué mi camino hasta que llegué a lo que luego supe que era una casa de campo. Adentro, había gente y música y mucho ruido... pero dentro de toda la algarabía había algo que sobresalía: una risa distinta, clara, alegre y cantarina. ¡Era la risa de una niña, de eso estaba segura!

Siguiendo ese sonido, llegué hasta una puerta y ahí me desplomé. Cerré mis ojitos justo cuando unas manos suaves y calientitas se acercaban a mí. Cuando recobré el conocimiento, estaba en brazos de una niña. ¡Era la nena de la risa! Sus carcajadas de felicidad me lo comprobaron. “¡Mami, mira, llegó a casa ella solita y en una noche como esta!”, exclamó la muchachita. “¿Nos podemos quedar con ella? Después de todo es Nochebuena, no la podemos abandonar, ¿verdad?”, preguntó. Yo no sabía lo que era Nochebuena, pero más tarde lo supe y, ciertamente, para mí nunca hubo una noche mejor.

Sandrita –que era como se llamaba la nena– y yo nos volvimos inseparables y logramos un entendimiento que a todos siempre asombró. Ella me llamó Lucero porque, cuando aquella noche salió conmigo a jugar al patio, también se fijó en la misma estrella que, sin saberlo, me guió hasta sus brazos.

La casa en la que vivíamos no era la de la primera noche (luego me enteré de que había casas de campo y casas de ciudad), sino el lugar donde su familia celebraba las Navidades. Lo sé porque Sandrita me lo explicaba todo; me hablaba todo el tiempo, siempre acariciándome. Cuando no estaba en la escuela o en sus clases de baile, Sandrita me tenía a su lado. ¡Hasta cuando sus amiguitas venían a visitarla yo estaba en el medio de todo!

De noche, dormíamos bien juntitas y, cada vez que se despertaba para tomar agua o para ir al baño, yo la esperaba despierta... por si acaso me necesitaba para algo.

Sandrita iba a la escuela y, por supuesto, ahí yo no podía ir, pero en cuanto regresaba por las tardes, yo me acostaba a sus pies mientras ella merendaba y hacía sus asignaciones. Luego, siempre salíamos al patio a jugar.

A mí me encantaba que ella se montara en un columpio que el abuelo le había colgado de un robusto árbol porque, entonces, yo podía correr para alante y para atrás, jugando a tratar de quitarle los zapatos o a mordisquearle los pies, mientras se mecía. Ella se reía tanto y esa risa me llegaba hasta lo más profundo de mi alma porque me recordaba el día en que la conocí.

El tiempo fue pasando y Sandrita y yo fuimos creciendo –bueno, en realidad yo nunca crecí mucho, pues me quedé más bien chiquita, je,je–. Sin embargo, a pesar de que sus intereses fueron cambiando –dejó las clases de baile y empezó a tocar el piano, se pasaba horas frente al espejo probándose ropa y nuevos peinados, y un muchacho llamado Pepe la empezó a visit ar–, nuestra rutina nunca cambió. Seguíamos durmiendo juntas y lo mismo de lunes a viernes que durante los fines de semana, el ratito en el columpio era algo de rigor, aunque fueran solo cinco minutitos, como un ritual sagrado solo de las dos.

Los años siguieron transcurriendo y mi felicidad no tenía límites. De tanto venir a casa, un día Pepe llegó y ya no se fue nunca más. Yo estaba encantada porque él también me quería mucho y no solo no le molestaba que Sandrita cargara conmigo para arriba y para abajo, sino que jamás protestó por mi presencia en la cama. Sandrita lo besaba mucho por eso y siempre le decía: “Gracias por quererla tanto como yo”.

Aclaro que en nuestras vidas no todo fue alegría. Un día el abuelo falleció y todos lloraron mucho. Yo me sentí muy triste y me afligí al ver a todos sufrir. Más adelante, los papás de Sandrita fueron envejeciendo y ya no eran tan alegres y vivaces como antes. Necesitaban ayuda de ella y de Pepe para entrar y salir del carro, para subir escaleras y, a veces, hasta para levantarse de una silla. Yo caminaba alrededor de ellos con mucho cuidado para que no tropezaran conmigo. Sandrita se daba cuenta y siempre me decía: “Buena chica, Lucero, buena chica”.

Yo también sentía el paso del tiempo. Ya habían pasado 12 años desde que Sandrita me acogiera en sus brazos y yo empecé a fatigarme mucho y de vez en cuando tosía sin parar. Cuando eso pasaba, ella corría conmigo para el veterinario y él siempre le decía lo mismo: “Son los años, Sandra, son los años. Todavía no está tan malita, pero su momento llegará”.

De vuelta a casa, Sandrita invariablemente conducía sollozando y con su brazo libre me apretaba tanto que casino me dejaba respirar. Yo no decía ni guau para no alarmarla.

Poco tiempo más tarde, en Nochebuena, precisamente, todo llegó a su fin. Mi vida –la vida que Sandrita me dio– había sido maravillosa y ninguna perrita hubiera podido desear más. Sandrita esperaba su primer hijo, sus papás estaban achacosos, pero se bandeaban, y Pepe continuaba queriéndola –y demostrándoselo– tanto como yo.

Ese día, desde que desperté, me sentí más fatigada que nunca. Lo disimulé lo mejor que pude porque sabía que vendría toda la familia a pasar la noche y a esperar el Día de Navidad. Sandrita había decidido que no iríamos a la casa de campo para no agitarme mucho. ¡Hasta para eso pensaba en mí!

Según fueron llegando los invitados, yo los recibía a todos con alegría, pero sin los brinquitos de costumbre porque mi corazoncito ya no daba para más. A cada rato, los latidos se me descompasaban y me mareaba un poco. Sandrita estaba bien pendiente de mí y yo procuraba menearle la colita con mucho entusiasmo para no preocuparla, pero, en mis adentros, ya yo sabía lo que sucedería.

Por eso, en un momento de la fiesta, cuando todos estaban distraídos, cantando villancicos y abriendo regalos, me incorporé para salir al patio buscando el aire que a mi pecho tanto le faltaba. Una vez afuera, miré hacia el cielo y, como se imaginarán, vi la misma estrella que me guió hasta mi amada Sandra aquella memorable noche.

Como pude, llegué hasta el columpio –nuestro columpio– que tantos recuerdos gratos guardaba para mí y me hice un ovillito debajo de él. Antes de cerrar los ojos, miré por última vez la brillante estrella que había marcado mi destino y le di las gracias por mi vida plena. Lo último que escuché fue la risa cantarina de Sandra abriendo y repartiendo regalos.

Ese dulce sonido me acompañará por toda la eternidad.

Fin