Crónica de una aventura en la antigua Base Naval Roosevelt Roads
Muchos llegan hasta el lugar para disfrutar de la naturaleza.
Nota de archivo: esta historia fue publicada hace más de 7 años.
PUBLICIDAD
Un soleado sábado nos dispusimos a encontrar el famoso columpio de la Base Naval Roosevelt Roads en Ceiba, el cual desde hace unos meses está dando de qué hablar. Entonces, ¿Por qué no lanzarnos a descubrir un destino “escondido” o poco explorado y así experimentar una aventura diferente?
Luego de llegar a la base y registrarnos en la entrada, nos adentramos a un área que no pareciera tener vida y mucho menos diversión. Cuerdas y cuerdas de terreno y el verdor de la vegetación eran la única vista que teníamos, además de uno que otro ciclista que nos topamos por el solitario camino. Pero detenernos no estaba en los planes.
Relacionadas
Después de manejar por varios minutos, el panorama fue cambiando, edificios desolados y muelles con algunas embarcaciones nos hacían sentir que la aventura estaba por comenzar. Al ver el mar, sentimos que nos estábamos acercando a nuestro objetivo.
De momento, nos adentramos por unos hangares que se encontraban vacíos y el ambiente fue cambiando. Vehículos estacionados nos daban la esperanza de haber llegado a algún lugar divertido. La densa vegetación apenas dejaba espacio para que pasara más de un auto a la vez, pero eso no fue impedimento para la decena de vehículos que estaban en la zona, y mucho menos lo sería para nosotros.
Ya el corazón palpitaba un poco más rápido, no sé por qué tanta emoción, pero precisamente esa sensación de descubrir lo desconocido es lo que nos había llevado hasta allí.
Finalmente un paisaje poco habitual se aparecía frente a nosotros. Era un muelle con vista hacia una impresionante estructura de acero que se levantaba sobre el mar. Si me preguntan, diría que era como una enorme grúa oxidada y una zona de descarga de barcos. Al acercarse al borde del muelle, un profundo mar azul rodeaba la zona. Aún seguíamos sin ver el columpio, pero ya la vista nos había convencido.
Hasta el reggaetón ya había encontrado espacio en ese paraje. Así que al ritmo de este género, muchos jóvenes se paseaban por el área. Y de momento, cuando nos acercábamos a la zona más concurrida, sentí la energía de cuando alguien se te acerca y, de pronto ¡shasssss! Eran dos chicos que se lanzaron al mar en una zona que lucía demasiado profunda como para ver qué había abajo. Pero no eran los únicos atrevidos, ya que luego venían dos más y luego otros dos valientes en busca de adrenalina. La aventura estaba comenzando, al menos para ellos, pues yo ni loca me zambulliría. No le llamo miedo, sino respeto al mar, a la profundidad y a todo lo que vive allí adentro. ¡Pero bueno, verlos era suficiente!
Luego de tanta acción, alcé la vista y divisé una costa un tanto boscosa, con un mar mucho más claro. Decenas de personas relajadas al ritmo de la naturaleza disfrutaban del rincón, algunos con sus balsas, otros solo con el mar. Uno que otro con sus latas o envases dejaban fluir líquidos en sus cuerpos para sobrellevar el intenso sol de mediodía que ya comenzaba a dorar las pieles de los que se lanzaron a la aventura en ese sábado brillante.
Aún seguía sin divisar el columpio, ya estaba complacida con la belleza de mi Isla. Más aún, cuando pude observar la bandera de Puerto Rico marcando el terreno, simbolizando que esas tierras son nuestras. Sus predominantes colores rojo, azul y blanco llenaban de orgullo patrio el lugar.
Entonces, ese momento era el momento perfecto para encontrar el esperado columpio. Allí, en una esquina, bajo los arbustos, estaban las dos sogas y la tabla que nos habían llevado hasta el lugar.
Sin duda, no era el hecho de verlo… era sentir la magia de estar allí. Descubrir un lugar que no habíamos visto nunca. Ver el mar cristalino bajo tus pies, sentir la brisa fresca mientras te meces y, obviando el reggaetón, escuchar lo que nos dice la tierra.
Puerto Rico grita en silencio para que apreciemos su belleza, se esconde inútilmente de la destrucción y guarda la esperanza de que valoremos cada rincón por más recóndito que sea para que continuemos siendo “La Isla del Encanto”.
A la semana siguiente, regresamos al lugar y la cantidad de vehículos en la zona se había triplicado. Tal parece que cada semana son más los que se aventuran a mecerse sobre el mar caribeño.