Don William Carrera Santiago, conocido por su gente como Guillín, aprendió el oficio de zapatero con los grandes maestros en la década del 40, cuando viajaba de Orocovis a Santurce para conocer la maquinaria que sustituiría la tradicional costura manual.

Sin embargo, la enseñanza inicial estuvo a cargo de su progenitor, Francisco Carrera, quien se ocupó de mostrarle a su hijo los secretos de una labor que dejó en sus manos hace 77 años.

Desde entonces, Guillín ha remendado el calzado a cientos de compueblanos en distintas épocas y lugares, pues se instalaba en cualquier callejón para hacer un trabajo que le ha ganado el cariño y respeto de su pueblo a través de varias generaciones.

“Yo andaba todo el pueblo, dondequiera que había un callejón, yo ponía una zapatería. Yo trabajaba todo el tiempo, aprendí con papá, que nos enseñó mucho porque él mismo me decía que aprendí con los zapateros a donde iba a coser los zapatos en máquina”, recordó el zapatero de 94 años.

“Yo cosía a mano, después aparecieron las máquinas. Me iba a Santurce a coser zapatos allá y aprendí con los grandes zapateros. Lo poquito que aprendí, lo aprendí por allá y llevo toda una vida, desde los 17 años, bregando con zapatos y cosas”, acotó.

Fue su padre quien, luego de comprar las herramientas necesarias, le dejó la zapatería para que continuara con la vocación familiar.

“No aprendí mucho con él; yo miraba. Cuando me enseñó, me soltó la zapatería. Pero no sabía ni cortar suelas. Poco a poco, me compró $200 en materiales y me los puso en la zapatería. Yo trabajaba frente a la plaza, después cosía zapatos a don Juan Mercado, otro zapatero que murió”, recordó.

“Se los cosía a mano, antes no había eso de máquinas. Todo era manual. Después de las máquinas, seguí preparándolos y los cosía allá en Santurce, después fue a Comerío. A lo último, fui a Barranquitas, que murió también el zapatero, que también me enseñó mucho”, relató el orocoveño nacido en 1928.

Pero Carrera Santiago continuó su labor y se trasladó al casco urbano de Orocovis; “a donde había un callejón, yo ponía la zapatería”.

También trabajó como cobrador durante una década y en otro momento fue vendedor de piraguas.

“Llevaba las herramientas que tenía y alquilaba el callejoncito. Donde último estuve fue detrás de la farmacia del Carmen, allí estuve un chorro de tiempo. Después vendieron la tienda y me tuve que salir”, sostuvo Guillín, quien procreó seis hijos en dos matrimonios.

“De ahí, compré esta casita vieja a mi amigo Alfredo; le di $6,000 por ella, que me dieron un préstamo en la cooperativa. Me hice socio con $100 pesos que puse cuando me pegué en la bola”, dijo mientras dibujaba una sonrisa que denotaba complicidad.

No obstante, la estructura quedó destrozada con el paso del huracán María. Pero el pueblo no se quedó de brazos cruzados y aportó el dinero requerido para que el orocoveño pudiera reconstruir su zapatería.

“Esto lo hizo una amiga mía, Dagmar, es agrónoma. Recogió por todo el pueblo, hizo actividades y todo lo que está aquí, me lo dio el pueblo. Todavía estoy bregando, hasta cuando Dios quiera”, manifestó.

¿Cómo ha cambiado el oficio de zapatero?, le preguntamos.

“Ya no se brega mucho. La gente deja los zapatos por ahí, tirados. No es el mismo de antes, porque se ponían todas las cosas en la zapatería; remiendos, plantillas, clavar zapatos, tacos, suelas, ahora nada de eso se hace. Los calzados que vienen ahora no permiten arreglo, especialmente los de hombres. Las mujeres vienen para tapitas y cosas así”, explicó.

“Las fábricas de zapatos han tumbado las zapaterías, totalmente. Las zapaterías no tienen trabajo. Compras unos zapatos y los traen para pegarlos nada más, ni tacos, ni suela, ni plantillas… nada. Ya lo de uno son materiales: pega, tapitas y clavitos. Ya no se pone lo demás”, lamentó al mostrar tres billetes de $5 que había ganado ese día.

Otro aspecto que extraña este legendario zapatero es la visita de algunos amigos que pasaban el día charlando frente al negocio. Pero ellos tampoco están.

“La gente viene a saludarme, a veces ni los conozco porque estoy malo de la vista, a menos que estén cerca. Se me han muerto casi todos los amigos, los que pasaban el día aquí. Ahora quedan pocos, se han muerto con enfermedades y epidemias. Pero sigo aquí, bandeándome”, confesó el hombre criado en el desaparecido cerro La Guaira.

A pesar de la nostalgia, don Guillín aseguró que está satisfecho del camino andado, sobre todo, el reconocimiento de su pueblo que saluda al pasar.

“¿Retirarme de aquí? Cuando me muera”, concluyó.