Al cumplirse hoy, 10 de agosto, diez años del deceso de la cantante puertorriqueña Carmita Jiménez, su hija, María Odría Jiménez, quiso compartir este escrito con el deseo de que el recuerdo de su progenitora nunca desapareza de la memoria del pueblo que disfrutó de su inolvidable voz.

Diez años. Ya se fueron diez años conmigo y me pregunto si habrán bastado mis treinta discos; mis tres programas de televisión a lo largo de veinte y pico de años (incluyendo aquellos espectáculos transmitidos en vivo con orquesta desde distintos pueblos de la Isla); mis presentaciones personales (que van desde temporadas en el lujoso Caribe Hilton hasta fiestas patronales), un teatro, un barrio con mi nombre y una estrella en un parque, para que la gente me recuerde.

Me doy cuenta que han habido una infinidad de cambios desde entonces, pero admito que la expresividad y el comportamiento en el moderno mundo del espectáculo me parece inusual.

A decir verdad, los artistas de mi época sabíamos que la humildad y el garbo podían coexistir y el pueblo nos seguía con admiración. Si entre cuento y cuento usted no ha entendido a qué cosas me refiero, permítame presentarme:

Yo soy Carmita Jiménez. Me denominaron “La Dama de la Canción” porque no había elemento a mi alrededor que no tuviera que ver con la elegancia, el buen gusto y el respeto al público. Creé nuevos estilos de peinados que las mujeres de mi época imitaron. Vestí el cable negro del micrófono con pedrería y hasta mi “stool” para cantar era de plexiglass transparente para que no alterara el color de las luces del escenario y combinara con mis vestidos.

¡Imagínese! ¡Yo que nací en un campo, hija de una costurera campesina y de un chofer de guaguas! Nadie en casa me explicó dónde se colocaba una servilleta ni cuán importante podía ser la lectura o la oratoria. Salí de una familia humilde y terminé codeándome con artistas y figuras públicas de renombre mundial.

Fui famosa por mi voz bien matizada (jamás falté a mis semanales lecciones de canto), por mis trajes de actuar repletos de lentejuelas o encajes o canutillos. (Eran capas pesadas llevadas unas encima de otras para ir quitándomelas poco a poco) y volantes sobre volantes. Me hice famosa además, por el modo en que solía mover mis manos para cantar y encantar. Tuve siempre claro que en los detalles estaba la diferencia y nunca perdí ocasión para crear magia en el escenario.

No recuerdo la cantidad exacta de premios que me llevé en mi Isla y en Nueva York (entre premios Agüeybaná, INTRE y otros) pero tengo detalles sobre el Águila de Oro de México, la llave de Alicante o la medalla del Cirujano General de los Estados Unidos por mi labor humanitaria con los enfermos de SIDA.

Mas sin embargo, permítame aclarar que siempre tuve claro quién era y nunca hubo persona que, reconociéndome, no se llevara un beso, un abrazo, un autógrafo o una linda palabra.

Vivir en Perú y viajar por el mundo me hicieron una mujer refinada pero yo siempre fui del pueblo y para el pueblo.

Han pasado diez años y es posible que me mude a una nueva y comodísima nube a partir de hoy, pero nunca dejaré de ser ¡Carmita Jiménez!