Sus palabras se entretejen por las paredes y su mirada segura, inocente y, a la vez, orgullosa y etérea, destella desde cada fotografía. Cada rincón suspira su nombre...

Julia de Burgos está más viva que nunca, y de eso se ha encargado su sobrina, María Consuelo Sáez Burgos, quien además es albacea del legado de la escritora. Si bien Consuelo nunca conoció a “tía Julita”, creció con la leyenda y sigue defendiendo su memoria por amor a su madre, también llamada Consuelo, una de sus siete hermanos, quien fuera la confidente y compañera de travesuras de la poetisa.

Para la también abogada, “Julia estaba en mi casa; yo escuchaba (de ella) en actividades,  en tertulias poéticas, en recitales... pero para mí era mi tía Julita, era parte de la vida. Esa devoción que tuvo mi madre, que se cifra en amor, reconocimiento  y, literalmente, en hermandad, pues la heredo yo, no porque mami me la impusiera, sino como parte de la vida misma, y además me causa una enorme satisfacción. ¿Quién más que la hija de Consuelo para continuar su legado?”, comenta.

Su primer amor

La pasión de Julia por la naturaleza le vino de su madre Paula. “La acurrucaba y le hacía cuentos e historias del río Grande de Loíza, los afluentes, la quebrada Limones y el pozo hondo, y cuando la mamá se iba a lavar ropa, se llevaba a las nenas. Paula le hacía cuentos de que, debajo de las aguas, habitaban príncipes y reinas y sirenas, en un mundo misterioso, oculto. Entonces Julia se metía y ella, que no necesitaba mucho con la imaginación, creaba su propia fantasía”, cuenta Consuelo.

Ya Julia se destacaba por su alma sensible. “Se trepaba en los árboles a secarse al sol y viento,  improvisando sus primeros versos. Y la maravilla era que la rodeaban los vecinos, y decían: ‘Qué mucho disparate bonito’... Ya, desde entonces, la bautizaban La novia del río Grande de Loíza,  que va a ser su metáfora y personificación de su vida”.

Luchas incansables

En 1928, se mudaron a Río Piedras, en el área de El Monte. Ahora, la pobreza realmente arreciaba y, de ahí, surge el ingenio. Con su hermana Consuelo,  iban a las iglesias, templos y hasta un centro espiritista, y siempre les daban una limosna. “Se sentaban en las vías del tren, compraban un bollo de pan y lo llenaban de mortadela y queso y se daban un banquete”, dice Consuelo, riendo.

Ya en la escuela superior de Río Piedras, Julia tuvo que luchar con los prejuicios de clase, pero salió a flote en sus estudios, sobre todo en su amor por las ciencias, las matemáticas y, por supuesto, la literatura. “Además, Julia era excelente atleta, con tantos charcos que brincó de niña, y tantos árboles que trepó... Medía seis pies de altura, y excelente deportista, brincando a lo alto, a lo largo, de cuarto bate, nadando...”, enumera Consuelo.

Ya Julia escribía, pero formalmente comenzó a desarrollar su arte en la universidad, donde ingresó para estudiar pedagogía. Pero la pobreza la alcanzó nuevamente y, al segundo año de carrera, tuvo que abandonarla para ayudar a sustentar a su familia.

El amor llega en 1934, de la mano de Rubén Rodríguez Beauchamp, un locutor de radio, e independentista. “Se amaron bien”, dice Consuelo, a pesar de que el matrimonio sólo duró cuatro años.

En 1936, Julia declama, en el Ateneo Puertorriqueño, su escrito La mujer ante el dolor de la patria, y así se expresa en público como escritora y luchadora por la independencia. En 1937, escribe  Poemas exactos a mí misma, del cual no se conservan copias, por lo que se considera que su primer libro es Veinte surcos, publicado en 1938.

El año 1939 va a cambiar la ruta de Julia para siempre.  La escritora ve llegar  al amor de su vida, el dominicano Juan Isidro Jimenes Grullón, quien “era imponente, brillante y muy comprometido con las luchas en las que estaba comprometida Julia”.

Cuenta Consuelo que, en ese momento, su tía llevó a Juan a conocer a su río Grande. “Tal vez esperando ver un río como los de Santo Domingo, donde cruzan trasatlánticos, cuando llega, Juan no se impresiona. Se sienta en una roca, y Julia se sienta un poco más atrás, mirándolo a él mirar el río, y ahí mismo escribe El rival de mi río”.
Ese octubre, además, muere su madre Paula, lo que la marca intensamente. “Era el baluarte de Julia, espiritual, esencial...”, comenta Consuelo.

De frente contra  el mundo

Juan decide irse a Nueva York  en 1940 y Julia le sigue, para no volver más a la Isla. “Imagínate a la florecita de los campos de Carolina, en el frío pelú, la falta de naturaleza, concreto por todas partes, y no habían tantos hispanos... era un golpe fuerte”, dice Consuelo. La estadía, sin embargo, le dio otra visión del mundo, y las cartas y fotografías narran una era importante.

En junio, se van para Cuba, y Julia se siente renacer. “En una carta extraordinaria, dice, ‘Estoy pisando por primera vez territorio libre de América’”, cuenta la sobrina. Julia se matricula en la Universidad de La Habana y se codea con escritores y políticos prominentes de la época. 

La relación con Juan, sin embargo,  fue tormentosa por la oposición de los padres de él, no sólo porque era divorciada, sino porque era pobre y puertorriqueña.  En 1942, las rencillas llegan  al punto en el que Juan cede a la presión  y abandona a Julia. “La carta es desgarradora; él le dice, ‘aquí está el pasaje, y aquí tienes cinco pesos, te vas’”, rememora Consuelo con tristeza.

Fue demasiado para la poetisa. “Ahí, viene lo que se conoce como el suicidio paulatino de Julia”, dice su sobrina. “Se juntan todos los dolores, se suma todo”, enumera Consuelo.

Si bien, en 1943, Julia se vuelve a casar, con Armando Marín, un músico y bohemio viequense, la relación sólo dura un año. “Empieza de nuevo ese peregrinar;  trabaja en oficios que no tienen nada que ver, como costurera, de empleada en una fábrica, lo que fuera para subsistir...”, dice su sobrina.

Julia sigue escribiendo y participa en actividades políticas, en la lucha por los puertorriqueños e hispanos en Nueva York, pero es víctima del alcoholismo y su salud se deteriora.  Un día, ya en 1953, Julia sale del hospital, donde ha estado recluida ya en varias ocasiones, y varias de sus hermanas, que vivían en Nueva York, llaman a Consuelo a decirle que la escritora está perdida.

“Esta madre mía, que con persecución política, dos hijos, mi padre en la cárcel, ella misma estuvo tres veces presa, la pobreza y la misera, saca los chavitos y el tiempo para irse a buscar a Julia... dicen que se le escondió...”, comenta Consuelo con tristeza.

Julia enviaría una última carta, que ya sonaba a despedida. El 5 de julio de 1953, se desploma entre la calle 105 y la Quinta Avenida en Nueva York y muere poco después en un hospital. Tenía 39 años.

“Estaba desprovista de toda identificación y la entierran en una tumba común, identificada sólo con un número. Once años antes, en Cuba, escribió   Dadme mi número y Poema para mi muerte... qué extraordinario ese talento poético de ser pitonisa”, reflexiona Consuelo.

Tardaron un mes en encontrarla, pero finalmente apareció su cuerpo y fue trasladado a la Isla, donde se le rindieron honores en el Ateneo y, finalmente, fue enterrada en el Cementerio Municipal de Carolina.
Hasta el fin, el río

En 1990, Consuelo, varios familiares y amigos acudieron al cementerio a exhumar los restos de la escritora para mudarlos al Mausoleo Julia de Burgos. La experiencia no sólo marcó a la sobrina, por el significado de ver, por primera y última vez, los restos de su famosa tía, sino porque la experiencia fue, en sí misma, casi mística.
“Empiezan a cavar y empieza a salir agua a borbotones; todo el mundo se queda anonadado, con el alma en vilo... y empiezan a aflorar cosas, un mechón de pelo, una peinilla, los huesitos de Julia y cantitos de la madera del ataúd...”, dice, conmovida. Sobre el agua, “los mismos contratistas dijeron que podía salir agua, pero jamás tanta... tal vez era agua del río... ella lo llevaba por dentro”, concluye Consuelo.

¿Sabías qué?

Julia de Burgos  es la primera mujer puertorriqueña en ser reconocida con un sello del Correo de Estados Unidos. Es la tercera persona de nacionalidad boricua en recibir la distinción, junto a Roberto Clemente y Luis Muñoz Marín.