Huellas del arte por los maestros puertorriqueños
Entre las expresiones artísticas del siglo XX, se distinguen dos visiones diferentes del boricuas.
Nota de archivo: esta historia fue publicada hace más de 7 años.
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Al finalizar el período militar asociado a la Guerra Hispanoamericana, Puerto Rico no solo se enfrentaba a la incertidumbre que trae consigo el comienzo de un nuevo siglo, sino también a un cambio forzado de soberanía y de cultura. El proceso social generado por esta transformación se reflejó en todos los aspectos de la sociedad puertorriqueña, entre ellos, el arte.
Entre las expresiones artísticas de la época, se distinguen dos visiones diferentes del puertorriqueño. La primera, lo presenta como un ser que descubre sus alrededores y los describe con una emoción genuina y romántica, con un aire de nostalgia. En esta corriente, los mayores exponentes incluyen al escritor Luis Lloréns Torres y el pintor Miguel Pou Becerra.
Por otra parte, en la segunda visión, el puertorriqueño es un jíbaro que se transforma en una personificación de la angustia. Es el símbolo que utilizan los artistas para representar la miseria y las enfermedades que azotan al País. Son figuras como el pintor Ramón Frade León y el sociólogo y escritor Miguel Meléndez Muñoz, quienes plasman en sus obras la realidad del campesino puertorriqueño.
Durante esta época, la pintura se convierte en un espejo de la soledad y la dureza de la vida campesina. Nos muestra a un puertorriqueño sombrío y preocupado por sus circunstancias, pero rodeado por una naturaleza vibrante y rica. Entre los pintores más destacados en la primera mitad del siglo XX se encuentran Elías J. Levis, Juan Palacios Andreu y Fernando Díaz McKenna, entre otros. Sin embargo, son Miguel Pou Becerra y Ramón Frade León las figuras más importantes del período.
Miguel Pou Becerra
Nació en Ponce en 1880. Su motivación artística era sencillamente el amor a su tierra, ya que según el propio pintor “un artista es un verdadero patriota que lucha y se esfuerza por dejar a su patria el legado de sus ensueños”.
Sus pinturas recrean la frescura del paisaje borincano. Presenta un paisaje que no sólo refleja su aspecto campestre, como en las obras Paisaje de Puerto Rico y Ramo de flores, sino también el limitado panorama urbano de la Isla durante esta época. Ejemplos de éstos son El hamaquero y Coches de la plaza de Ponce.
En su arte, Pou no reduce su trabajo a una simple estampa histórica, sino que transmite una nostalgia y un deseo de retroceder a ese momento en el pasado. Su dominio del color lo hizo el patriarca de los colores isleños y, además, lo ubicó en el movimiento impresionista.
Su trabajo, aunque enmarcado en un período histórico definido, trasciende el tiempo y proyecta una realidad humana que no se limita a la Isla. Por ejemplo, uno de sus trabajos más significativos, De la tierra triste (1921), ilustra una problemática centenaria de nuestro país. En las palabras del artista: “Le llamé triste a mi tierra porque en 1921 nos encontrábamos perdidos, descentrados, sin porvenir, sin norte”. Durante su vida, realizó 64 exposiciones, de las cuales 17 fueron monográficas. La grandeza de su arte le ganó cinco medallas de oro, una de ellas del Instituto de Cultura Puertorriqueña. Miguel Pou Becerra falleció en San Juan, en 1968.
Ramón Frade León
“Monche”, como se le conocía, nació en el seno de una familia humilde. Su padre fue fotógrafo y, al morir, su madre dio al pequeño Ramón en adopción al no poderlo mantener. Viaja con sus padres adoptivos a Valladolid, España, donde pasa los primeros cinco años de su vida. Desafortunadamente, debido a la quiebra económica de su padre adoptivo, la familia se ve obligada a trasladarse a Santo Domingo.
Su producción artística comienza a los 15 años, cuando pintó un retrato de su padre biológico, utilizando una foto como modelo. Un año más tarde comienza a colaborar como dibujante en la revista quincenal El lápiz.
En 1894 culmina sus estudios y decide probar suerte en Haití. Pero, un año más tarde decide regresar a Puerto Rico y visitar su pueblo natal. Allí pinta La Regente Doña María Cristina y el Niño Rey. De ahí en adelante, realiza varios viajes al extranjero, muchos de ellos a la República Dominicana, donde le quisieron otorgar la ciudadanía, ofrecimiento que rechaza por considerarlo una traición a su nacionalidad puertorriqueña. A principios del 1900 hizo un viaje por Europa, pero una enfermedad lo obligó a volver a la Isla.
En sus obras, Ramón Frade demuestra una gran habilidad para manejar la luz, utilizándola para dar contraste y relieve. Regresa a Cayey en 1902, y dos años más tarde pinta una de sus obras más famosas: El pan nuestro. En este cuadro se presenta una escena común para la época: un jíbaro anciano cargando un racimo de plátanos en un camino rural. Este tipo de obra encasilla a Frade en el movimiento realista. Su realismo, en gran parte, es manejado con gracia y hasta un poco de ironía. El pan nuestro simboliza lo que era, y lo que quería dejar de ser, el puertorriqueño de la época. En esta obra, el jíbaro se convierte en un elemento de transición cultural y económica.
Durante esta época, la pintura se convierte en un espejo de la soledad y la dureza de la vida campesina. Nos muestra a un puertorriqueño sombrío y preocupado por sus circunstancias, pero rodeado por una naturaleza vibrante y rica.