Sé que lo que pido en el título es un reclamo no solo fútil sino egoísta, nacido del deseo de aferrarnos a seres queridos cuando parecen estar próximos a morir, de nuestra necesidad de retenerlos en este plano existencial aunque esto signifique prolongar su aflicción. Todo esto lo sé, y si su cuerpo le concede tiempo extra a Roberto Gómez Bolaños –sin sufrimiento, claro está- que así sea, pero igual me entristece la idea de despedirme de alguien que tanta alegría me ha dado, y prefiero escribir estas palabras mientras esté con vida que después, cuando la gente se desbordará en reconocimientos que lloverán de todas partes.

Y no es para menos. No soy más que uno entre millones de seres en todo el planeta que nos criamos viendo El Chavo del Ocho y El Chapulín Colorado todas las tardes (y sábados por la mañana). No conozco un mundo sin “Qué bonita vecindad”, la chicharra paralizadora, las tortas de jamón, la garrotera, el chipote chillón y las pastillas de chiquitolina. Les tengo un cariño inmenso a los atesorados personajes creados por el comediante mexicano mejor conocido como Chespirito, que existieron desde antes que yo y continuarán existiendo después de mí, pues no envejecen. Son inmortales y me consta que lo son. Soy testigo de ello todos los días en mi casa.

El Chavo del Ocho estrenó en la televisión mexicana en 1973 –dos años después de la primera aparición del personaje en un antiguo programa de sketches de Chespirito- y continuó en producción hasta 1980, año en el que yo nací. Así que el Chavo acabó cuando yo apenas llegaba. Desde entonces han pasado 34 años, y mientras yo envejezco, él sigue siendo un niño. Gómez Bolaños logró algo que pocos artistas consiguen con sus obras: hacerlas inmunes al paso del tiempo. Su perfecto humor vodevilesco –influenciado notablemente por las comedias de Charles Chaplin- no está atado a ninguna época ni país en específico, aun cuando Don Ramón le vaya al Necaxa.

Es por esto que hoy mis dos hijos disfrutan del Chavo y el Chapulín con el mismo gozo que yo lo hice y sigo haciendo, riéndome de chistes que he escuchado cientos de veces. Los veo todas las tardes pegados al televisor, cautivados como pocos programas actuales son capaces de hacerlo, muertos de la risa e imitando lo que ven en pantalla, tanto así que cuando uno de ellos tiene que apresurarse a ir al baño, lo anuncian diciendo “Con permisito dijo Monchito” ante de salir corriendo. No conozco de ningún otro programa de las pasadas cuatro décadas que tenga esta habilidad de trascender generaciones.  

En octubre pasado, Daniel, de seis años, no pidió ir a su fiesta de Halloween disfrazado de Captain America, Spider-Man, Iron-Man ni ninguno de los otros superhéroes que están de moda. No. Fue enfático en que quería disfrazarse del Chavo, y así lo hizo, aun cuando su madre y yo temimos que se fueran a burlar de él. Resulta que no solo fue reconocido por varios de los otros niños –quienes jugaban a que le pegaban solo para que llorara con su característico “Pipipipipi…”-, sino que los padres se volvieron locos con el chiquito pecoso, con gorra, tirantes rojos y hasta un barril de cartulina que le hizo su abuela, la misma que en 1981 se disfrazó de Doña Florinda para acompañar a este servidor que se vistió del Chavo (al año siguiente fui del Chapulín).

Tal es el encanto que tienen sobre ellos estos personajes, que cuando el Chapulín y el Chavo comparten la pantalla en un junte que hace ver minúsculo al de los Avengers, mis hijos no reconocen que se trata del mismo actor. Y es que para ellos los pequeños inquilinos de la vecindad son niños, no cuarentones haciendo de niños. Es un hechizo que eventualmente se romperá -cuando pierdan esa preciada inocencia que el Chavo, Kiko, Ñoño, Godinez, la Chilindrina y la Popis retendrán por siempre-, pero uno que ahora mismo me permite revivir con ellos las horas de diversión y entretenimiento que nos obsequió Chespirito, quién seguirá arrancándome carcajadas cada vez que el señor Barriga sea recibido con un golpe y me sacará las lágrimas siempre que vea el episodio en el que el Chavo se quedó esperando toda la fría noche el desayuno que le prometió Don Ramón.

Estas son palabras de afecto y agradecimiento que seguramente nunca llegarán a él, pero que igual sentí el deseo y la obligación de compartirlas. Porque cuando me levanté esta mañana y leí que se encontraba grave y sin esperanza de recuperación, la noticia me cayó como si se tratase de un amigo de la infancia, porque –pues- lo fue, lo es y lo será. No solo mío sino también de mis hijos, para quienes la noticia de su eventual fallecimiento pasará inadvertida mientras continúan riéndose frente al televisor, como debe ser. En verdad, no tengo que pedírselo. El Chavo nunca se irá.