Una boricua adoptó a Toronto como su hogar hace 13 años
Una excelente educación para sus hijos a un costo ínfimo a cambio de cuatro meses de un invierno gris, es uno de sus sacrificios.
Nota de archivo: esta historia fue publicada hace más de 10 años.
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Toronto, Canadá.- Cuando su esposo le dijo que se mudarían de Nueva York a Canadá, la puertorriqueña Vivian Souroujon pensó que le esperaba el mismo ambiente que en los Estados Unidos.
Trece años después, a la corredora de bienes raíces le da risa esa impresión. “Es tan diferente. El inmigrante en Estados Unidos tiene que acoplarse a esa cultura. La fibra en Canadá es que cada persona celebre su cultura y que aprendan unos de los otros. Aquí mientras más exótico eres, es genial. Todo el mundo habla con algún acento, es lo más normal”, contó mientras transitábamos por Forest Hill, uno de los barrios más exclusivos de esta ciudad donde se hablan sobre 140 lenguas y dialectos.
Tan marcada está esa multiculturalidad que tanto se menciona- y de la cual los residentes están tan orgullosos- que en las escuelas los niños aprenden sobre las tradiciones de sus compañeros.
“Aprenden y les enseñan de todo. No con un toque religioso, sino cultural. El Año Nuevo Chino, Navidad, Kwanzaa, Hanukkah”, explicó la madre de una adolescente de 13 años y un niño de 8.
Llegamos a la primera parada del recorrido en el que Vivian quería demostrarnos esa diversidad canadiense, Sir Winston Churchill Park. Es un inmenso parque pasivo, donde dos muchachas se soleaban sobre una sábana, varios niños jugaban frisbee y una joven –que por su ropa parecía estar en un break del trabajo- leía un libro recostada en la grama.
El parque tenía una espectacular vista hacia los rascacielos del “downtown” y la CN Tower. Hay un espacio para niños con chorreras y columpios y dos canchas de tenis. Detrás de la canchas, hay un espacio cercado designado para perros sin correas, con bancos para los dueños y fuentes de agua para los canes. Unos 10 perros de diferentes razas correteaban como niños jugando de un lado a otro.
La ley de Toronto, donde no se ven perros realengos por ninguna parte, estipula que los dueños de canes deber sacar una licencia, a un costo de 30 dólares canadienses ($23 USD), que establece que los perros tienen las vacunas correspondientes, reciben los cuidados adecuados y están esterilizados.
Esto es solo un ejemplo de la organización que siguen los residentes de esta ciudad, donde únicamente los policías pueden andar armados. “El canadiense es muy formal”, dice Vivian.
Fue algo que le impactó cuando llegó por primera vez a Canadá. Recuerda entre risas que una vez unos amigos canadienses planificaron desde diciembre salir a comer con ellos en febrero.
Además, destaca que la ciudad tiene un cuadro telefónico (3-1-1) donde los residentes pueden llamar cuando necesitan servicios las 24 horas, ya sea porque hay una ardilla muerta frente a la casa, un letrero malgastado en alguna calle o que un conductor se comió un Pare y lo quieren denunciar.
“Así es Toronto. Cuando llegué la gran noticia que había en el periódico era que unos patos que venían del norte habían cruzado la calle. Imagina que esa sea la gran noticia en todos lados”, añadía mientras se estacionaba en una tienda de jugos orgánicos. “Pueden dejar los bultos en el carro”, nos dijo, pero el fotoperiodista y yo, acostumbrados a lo contrario, preferimos seguir cargando con las computadoras en nuestras espaldas.
A Vivian le gusta esa organización canadiense. “Todo tiene un plan”, mencionó al detallar que el sistema de tren subterráneo lo están expandiendo y el gobierno envía todas las semanas un reporte a los residentes que explica los detalles del desarrollo.
Asimismo, están elaborando un plan para unir las vías de los ciclistas y pidieron a los residentes sugerencias de dónde debe invertir la ciudad para crear las rutas.
Pasamos la Universidad de Toronto y el Royal Museum of Ontario, dos áreas con arquitecturas impresionantes. Los edificios del recinto universitario parecen castillos medievales. Ahí, además, como en gran parte de los edificios y residencias, predomina el ladrillo con tejas y techos puntiagudos.
Las avenidas estaban muy concurridas, y en todos los parques había gente recostada escuchando música, leyendo o tomando el sol. Trataban de disfrutar el clima veraniego por lo corto que es.
“Cuando llega el verano, el gobierno envía recomendaciones de libros para leer, descuentos para parques, zoológicos, conciertos, actividades culturales. Hay mucho que hacer en el verano porque los días bonitos no son muy comunes”, comentó.
Continuamos hacia el barrio griego, localizado al este de la ciudad en la avenida Danforth, la arteria principal de Toronto. En la cuadra había muchos restaurantes de comida mediterránea, tiendas de ropa y libros, y los letreros de las calles estaban en griego.
Más adelante, estaba la calle Saint Gerard, conocida como “Little India”. Es cruzar una frontera imaginaria y entrar a otro país. Había estantes de saris, prendas, cojines, sábanas, telas, trajes y arte tradicionales de India, así como varios restaurantes donde se escuchaba música en vivo.
Por la calle olía a incienso y las mujeres caminaban con sus vestidos típicos, bindis en las frentes y tatuajes de henna en las manos.
Al final, frente a una tienda de libros islámicos, cinco mujeres que solo dejaban ver sus ojos cruzaban junto a un hombre de largas y sueltas vestiduras de camino a un mezquita. Nadie miraba dos veces su paso. La diversidad es lo más común.
Llegamos hasta el Kensington Market, de regreso al área universitaria. Es una calle con restaurantes y tiendas latinoamericanas. Venden tortillas, chiles, yucas, arepas y plátanos. Allí, como en los otros barrios, son normales los pequeños mercados con verduras y frutas frescas en las afueras. Se escuchaba en cada restaurante las conversaciones en español.
“Cuando llegué aquí la gente me miraba raro cuando hablaba español con mi hija. Me preguntaban qué idioma era. Ahora están más mezclados y hay latinos por todas partes. En los últimos años la presencia ha aumentado mucho. Toronto está en su pico”, explicó Vivian.
Está muy contenta viviendo en esta fría ciudad de América del Norte, tan diferente a su natal Caribe. Está acoplada al modo vida de canadiense, tan opuesto al ambiente boricua, que le pregunté si volvería a Puerto Rico de tener la oportunidad.
“Yo adoro a Puerto Rico, pero es difícil después de tantos años fuera. Me sentiría como una extranjera en mi propia patria. No creo que podría acostumbrarme de nuevo”, analizó con sinceridad.
No es fácil agarrar las cosas y marcharse a lugares lejanos, dejar la familia y el calor de tu tierra, pero a veces hay que sacrificar unas bondades por otras. Una excelente educación para sus hijos a un costo ínfimo a cambio de cuatro meses de un invierno gris, es una de ellas.