Toronto, Canadá.- El partido de bolos femenino apenas comienza y en la parte de atrás de la incómoda instalación deportiva, la presidenta del Comité Olímpico de Puerto Rico, Sara Rosario, mira de lejos el calentamiento de las chicas que lucharán por colocar a Puerto Rico entre los mejores tres países del torneo en la modalidad de dobles.

Viste elegante para recorrer las sedes deportivas porque sabe que hoy le tocará, al menos, una premiación. Lleva un pantalón largo crema, una camisa de manga larga y botones, un blazer negro y un pañuelo en colores pasteles amarrado a su cuello. Cada una de las piezas tiene bordado un pequeño logo de la delegación boricua.

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El día depara cinco paradas importantes: bolos, tenis de mesa, atletismo, béisbol y softbol femenino. La idea es que cada uno de los atletas que participan de este evento polideportivo sienta el apoyo de la líder olímpica; ganen o pierdan. 

“Siempre trato de dividirme. Trato de mantener un balance, pero es complicado por las distancias. Quiero que cada uno de ellos sienta que estoy allí cuando ganan medallas y cuando no están ganando también”, explicó.

El partido comienza y Sara habla con varios atletas y miembros de la federación. Les cuenta que empezó su día con un regalo que la tiene muy entusiasmada. “¡Qué manera más buena de comenzar mi día! Jean Francisco Pérez (máximo medallista de Veracruz 2014) me hizo una camisa muy linda, mira”, dice sin esconder la sonrisa. “Me dijo que estaba preocupado porque no sabía si yo iba a venir. ¿Imagina si no hubiese llegado?”, reflexiona.

Avanza el partido. Mariana Ayala y Kristie López sostienen una férrea lucha contra las duplas de Venezuela y República Dominicana por el tercer lugar. Se acercan y alejan con cada juego. Sara se mantiene a la distancia, desde las gradas, como si se tratara de cualquier aficionada deportiva. Dice que no le gusta invadirles su espacio a los atletas. Que sepan que está allí, pero que verla no sea una presión adicional para ellos.

“Yo respeto mucho su espacio. Aunque tengo acceso no es mi lugar. Si ganan los felicito y si pierden también. Ese apoyo mental para ellos es importante. En las buenas y en las malas uno tiene que estar ahí”, afirma sin quitarles la vista a las jóvenes. 

Pasan las horas y Sara se divide entre lo que ocurre en el recinto y las puntuaciones de los otros eventos. Las chicas están muy pegadas al tercer lugar por lo que el plan de ir para tenis de mesa se cancela. No ha parado de contestar llamadas y dar explicaciones sobre el desempeño del Equipo Nacional de baloncesto. Además, se mantiene pendiente a la condición del lesionado voleibolista Steven Morales.

Saluda a líderes de otros países, comentan sobre sus delegaciones. Coloca tranquila su cartera en el suelo, desde donde se asoma una bandera de Puerto Rico que carga para todos lados. “¿Para qué viniste? ¿A vernos ganarle a tu equipo?”, pregunta entre risas cuando ve a una amiga venezolana. 

Se aleja a contestar una llamada y regresa entusiasmada contándole a todos que el equipo de balonmano le ganó a Canadá y lucharán por el quinto lugar. “Toda victoria contra Canadá es buena”, menciona.

Llevamos rato y se empieza a sentir la molestia en espaldas y pies. “Ahora mismo cogería una sillita y me sentaría allí”, dice y señala al área de los entrenadores. “Pero me quedo parada mejor. Que ellos vengan y me cuenten cómo van. Eso los emociona”, añade. 

Baja el equipo de República Dominicana al quinto lugar. Entran las chicas al último juego. Sara se acerca, enfoca la vista y cruza las manos. Mariana y Kristie dan un ‘strike’ tras otro. Suman unas puntuaciones espectaculares y casi se puede oler la medalla de bronce. El partido termina y la realidad les duele. El equipo de Venezuela quedó tercero por diferencia de solo 8 palos.

La amiga venezolana regresa. “¡Te lo dije!”, le dice a Sara y hace un bailecito. “Viniste a dañarme el plan”, le contesta. “La próxima vez le digo al chofer que te de tres vueltas más por el ‘parking’”. Se despiden con un abrazo. 

Al fondo, se acerca Kristie cabizbaja. Empieza a hablar y por más fuerzas que haga en su quijada las lágrimas salen. Se intenta tapar la cara para que la líder olímpica no la vea llorar. Sara la abraza. Le dice que mañana hay otra oportunidad. Llega Mariana con sus ojos rojos y aguados. Se transforman los papeles y hay un instinto maternal en sus gestos cuando las atletas se disculpan por haberla decepcionado.

“Ellos a veces vienen como a rendirte cuentas de que no tuvieron un buen desempeño pero cuando yo los veo así me parte el alma porque sé lo que han trabajado. Sé lo que han luchado. Ellos tratan de aguantar, pero cuando tú les das ese abrazo, tú los sientes cómo tiemblan por el sentimiento que tienen, tratando de ser fuertes”, cuenta mientras nos dirigimos a la segunda parada: atletismo.

Cuando hay cuartos lugares tan cerrados, el instinto de ese atleta es cuestionarse por qué no hicieron más, dónde fallaron, qué otra cosa hubiesen hecho distinta. Según Sara, son a veces muy duros con ellos mismos y no todos tienen la capacidad de absolver una derrota. Muchos están solos porque sus familias no pudieron acompañarlos.

“Cuando un atleta pierde piensa que todo el mundo lo está mirando, que todo el mundo lo está cuestionando. La parte humana, la parte del sentimiento es una de las cosas que a mí siempre me preocupa. Todos vienen aquí buscando ser medallistas y ese apoyo que les pueda dar, ayudarlos a ellos en ese momento tan difícil, hasta cierto punto es una manera de agradecerles el trabajo que hacen por el país”, detalla.

En el camino Sara se mantiene pendiente a lo que ocurre en otros eventos y lo que publican los atletas en las redes sociales. Lee emocionada mensajes de Héctor “Picky” Soto y Luis Colón, hasta que la distancia y el tapón empiezan a desesperar. Mira muy seria por la ventana del auto. Falta muy poco para que comience la carrera del vallista Javier Culson, uno de los eventos más importantes del día, y la posibilidad de no llegar a tiempo incrementa. 

Llegamos a la Universidad de York. Siguen contando los minutos mientras brincamos del auto, pasamos las paradas de seguridad, enseñamos credenciales, abrimos bultos y carteras. Subimos corriendo unas escaleras. Se me va escapando de la vista mientras busco la manera de tapar mi credencial. Ella tiene todos los permisos, pero la mía es limitada y, en cualquier momento, la seguridad me puede mover del área. La veo entrar en un ascensor mientras se escucha por los altoparlantes que están anunciando los corredores.

Abre la puerta del elevador y ahí está ella. Su cara tiene un coraje pasmado. “Iba bajando”, me dice y trato con todas mis fuerzas de aguantar las ganas de reír. “Pero qué mala suerte”, respondo.

Para el ascensor, subimos más escaleras, hasta que por fin encontramos a los integrantes de la delegación y se escucha el nombre de Culson por las bocinas. Sara deja ir un suspiro al ver que lo logramos. Por poco, pero ya está ahí. 

Colocan una monoestrellada inmensa en la baranda. Sara se para detrás. Mira firme a la pista y aprieta la bandera con la mano derecha. Dan el arranque y la carrera termina demasiado rápido para el trabajo que nos dio llegar. Culson completa una histórica gesta. Sara suspira y sonríe. 

“Fue una buena carrera. Logró su meta de tener una medalla panamericana. No importa el color, es una medalla y es un gran logro para él”, dice antes de colocarse el blazer y prepararse para la esperada premiación.

Le toca bajar a ver a su atleta en el podio. Piensa en lo extraordinario de ese momento para la vida de los deportistas y todos los miembros del equipo. En cómo luego de tanto esfuerzo, Culson podrá disfrutar de su logro con su hija y todos los que ha tenido que alejar durante los entrenamientos.

“Cuando hay un atleta de Puerto Rico ahí, ver la bandera es como si vieras los 3.7 millones de habitantes representados. Es el sueño de cada atleta y de cada uno de los que trabajamos para el deporte. El sueño realizado, la meta alcanzada. Me alegro demasiado porque sé lo que significa para ellos”, explica con todos sus dientes expuestos y sin quitar la vista del terreno.

Es inevitable emocionarse cuando llaman a Culson y le colocan su presea de plata. Nos toca irnos y, luego de cambiar los planes dos veces más, lo único que aparenta ser  posible es llegar al partido de voleibol donde el equipo femenino enfrenta a Brasil. 

Salimos monitoreando la puntuación de los sets por las redes sociales. Sara anima como si estuviera en las gradas con cada punto. Vemos cómo Brasil se aleja y están en el quinto set cuando llegamos al estacionamiento del Centro de Exhibiciones. Nos dejaron muy lejos y Puerto Rico pierde mientras cotejan nuestras credenciales y bultos en primer punto de seguridad.

Me dice que luego de esta derrota no verá a las voleibolistas, que no es el mejor momento y prefiere dejarlas descansar. Caminamos hablando de ese doloroso instante cuando los atletas le piden perdón por haber perdido. “Y qué pedir perdón. No me tienen que pedir perdón”, destaca. 

 “En muchas ocasiones uno también tiene que buscar fuerzas de donde no las tiene para poderle demostrar a ellos que todo está bien, que realmente nos sentimos muy orgullosos de ellos. En la manera que uno pueda estar allí sea de amiga, de psicóloga, de consejera, voy a estar con ellos siempre”, asegura antes de despedirse y continuar su camino.

Quedan varios días aún de competencia. Mañana le tocará salir con el mismo empuje y cuando sea necesario tragar hondo. A la líder olímpica también le toca aguantar las lágrimas en las derrotas.